Evangelio según San Lucas 13,31-35
En ese momento se acercaron algunos fariseos que le dijeron: "Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte".
El les respondió: "Vayan a decir a ese zorro: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado.
Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!
Por eso, a ustedes la casa les quedará vacía. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que llegue el día en que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Las postales turísticas no representan bien lo que son las grandes ciudades. En ellas aparecen sus anchas avenidas, sus parques señoriales, sus nobles edificios, sus grandes arterias que se entrecruzan y luego se pierden por el enmarañado bosque de sus barrios periféricos... Pero las ciudades, sean grandes o pequeñas, se identifican sobre todo por sus gentes. Ellas son las que otorgan calidad humana al paisaje urbano. Gentes acogedoras, simpáticas, hospitalarias..., o lo contrario.
La ciudad de Jerusalén, en tiempos de Jesús, poseía el encanto de sus edificaciones, principalmente el templo. En efecto, el templo había sido reconstruido y sólo contemplarlo producía fascinación: sus 180 columnas rematadas por capiteles corintios, sus numerosas puertas, atrios y, sobre todo, su santuario, con una colosal fachada de 30 metros de altura, adornada con mármoles y placas de oro. A todo buen israelita le entusiasmaba la idea de ir a Jerusalén, la ciudad santa. También a Jesús.
Pero Jerusalén no era sólo su templo. Lo eran sus habitantes. Y éstos, a juzgar por las palabras del Señor, eran todo menos acogedores y dignos de confianza: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!” (Lc 13, 34). Jesús profiere este lamento sobre Jerusalén y, poco después, llora al ver la ciudad presagiando su ruina (cf. Lc 19, 41-44). Son lágrimas y lamentos que le brotan del corazón porque la ama.
Que el Hijo de Dios llore y se lamente nos desvela su condición encarnada. Es un Dios hecho hombre sensible. Ante una imagen tan humana del Hijo de Dios, ¿qué otra realidad -fuerza, poder maligno- de este mundo o de cualquier otro podrá asustarnos?
Creo que tiene mucha razón el autor de la Carta a los Romanos al recordarnos hoy que nada absolutamente podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Esto resulta de verdad reconfortante. ¿O no?
CR
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