El Evangelio es una “buena nueva”, no una ley que oprime, sino la verdad que libera. Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de sí mismos. Hemos pecado, ¡sí, le hemos traicionado!, ¡sí, le hemos abandonado! De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos arrepentido, postrémonos a sus pies, y luego, con la cabeza erguida sigamos adelante, ¡en marcha tras sus pasos, siguiendo su ritmo!
Aceptar la resurrección de Jesús nos hace entender a Dios de una manera nueva, como lo que es, un Padre apasionado por la vida de sus hijos, los seres humanos, y comenzamos a amar la vida de una manera diferente. La resurrección de Jesucristo, nuestro Señor, nos hace ver que Dios pone vida donde los hombres ponemos muerte; alguien que genera vida donde los hombres la destruimos. Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos incondicionalmente y de manera radical con la defensa de la vida. Esta lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro propio corazón, campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida o el amor a la muerte.
Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida… O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en el egoísmo estéril y decadente de los rebeldes, una utilización abusiva de los demás, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno.
Es en su propio corazón donde el creyente, animado por su fe en Jesús resucitado, debe vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando cobardía, perezas, desgastes y cansancios que nos pueden encerrar en una muerte anticipada. Pero no se trata solamente de revivir personalmente, sino de poner vida donde tantos ponen muerte. ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todas las circunstancias?
“Señor mío, Jesucristo, concédeme la gracia de defender la vida con plena convicción.”
Hechos 4, 13-21
Salmo 118 (117), 1. 14-21
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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