«Todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo»
Todas las Santas Escrituras nos advierten, para nuestro bien, que debemos confesar nuestros pecados constantemente y con humildad, no sólo delante de Dios sino también ante un hombre santo y temeroso de Dios. Es eso lo que el Espíritu Santo, por boca del apóstol Santiago, nos recomienda: «Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados» (5,16)... y el salmista dice: «'Confesaré al Señor mi culpa' y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (31,5).
Estamos siempre heridos por nuestros pecados; por eso mismo debemos recurrir siempre a la medicina de la confesión. En efecto, si Dios quiere que confesemos nuestros pecados, no es porque él mismo no pueda conocerlos, sino porque el diablo desea tener de qué acusarnos ante el tribunal del Juez eterno; por eso quisiera que pensáramos antes en excusarlos que en acusarlos. Nuestro Dios, por el contrario, porque es bueno y misericordioso, quiere que los confesemos en este mundo para que en el otro no seamos confundidos a propósito de los mismos. Si los confesamos, él se muestra clemente; si los declaramos, él los perdona... Y nosotros, hermanos, somos vuestros médicos espirituales: con solicitud buscamos curar vuestras almas.
San Cesáreo de Arlés (470-543)
monje y obispo
Sermón al pueblo, nº 59
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