Las proezas gloriosas de los mártires, ornamento de la Iglesia en todo el mundo, nos hacen comprender a nosotros la verdad de lo que acabamos de cantar: “El Señor siente profundamente la muerte de los que lo aman” (Sal 115,15). En efecto, tiene un gran precio a nuestros ojos y a los ojos de aquel por cuyo nombre murieron los mártires.
Pero el precio de estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántos muertos ha rescatado muriendo él sólo, porque, si no hubiese muerto, el grano de trigo no se hubiera multiplicado? Habéis oído lo que dijo cuando se acercaba a su pasión, cuando se acercaba nuestra redención: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere dará mucho fruto” (Jn 12,24). Cuando su costado fue abierto por la lanza, salió sangre y agua, salió el precio del universo (cf Jn 19,34).
Los fieles y los mártires fueron rescatados; pero la fe de los mártires fue probada, su sangre es testimonio. “Cristo ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1Jn 3,16). Y en otro lugar: “Si te sientas a la mesa de un poderoso, mira bien a quién tienes delante” (Prov 23,1). Es una mesa espléndida donde comes con el amo del banquete que es él mismo. El es quien invita, él mismo es la comida y la bebida también. Los mártires prestaron atención a lo que comieron y bebieron para preparar luego lo mismo.
Pero ¿cómo podían hacer otro tanto que su maestro, si él no les hubiera dado primero para que luego pudieran imitarle? Esto es lo que nos recomienda el salmo que hemos cantado: “El Señor siente profundamente la muerte de los que lo aman” (Sal 115,15).
San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Sermón para la fiesta de los mártires
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