«El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mi y yo en él»
El camino que conduce a la vida interior y a los coros de los espíritus bienaventurados cantando el eterno Sanctus, es Cristo. Su sangre es la cortina del Templo a través de la cual penetramos en el Santo de los Santos de la vida divina (Heb 9,11; 10,20). Por el bautismo y el sacramento de la penitencia nos purifica del pecado, abre nuestros ojos a la luz eterna, abre nuestros oídos para percibir la Palabra divina, abre nuestros labios para entronar el canto de alabanza, para orar la plegaria de reconciliación, de petición, de acción de gracias; y todas estas plegarias no son otra cosa que formas diversas de la única y misma adoración...
Mas,por encima de todo,la persona de Cristo es el sacramento que hace de todos nosotros los miembros de su cuerpo. Participando en el sacrificio y a la comida sagrada, siendo alimentados con el cuerpo y la sangre de Jesús, nosotros mismos llegamos a ser su cuerpo y su sangre. Y es solamente cuando llegamos a ser miembros de su cuerpo, y en la medida en que lo somos de verdad, que su Espíritu puede vivificarnos y reinar en nosotros... Llegamos a ser miembros del cuerpo de Cristo «no solamente por el amor..., sino también, y muy realmente, siendo uno con su carne: y esto se realiza a través de la comida que él nos ha ofrecido para demostrarnos el deseo que él tiene de nosotros. Por eso él mismo se ha abajado hasta llegar nosotros y es él quien modela en nosotros su propio cuerpo, para que seamos uno, al igual que el cuerpo está unido a la cabeza» (S. Juan Crisóstomo). En tanto que miembros de su cuerpo, animados por su mismo Espíritu, nos ofrecemos nosotros mismos en sacrificio « por él, con él y en él» y unimos nuestras voces a la acción de gracias eterna.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, (1891-1942),
carmelita descalza, mártir, copatrona de Europa
La oración de la Iglesia
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