VII Domingo de Pascua. La Ascensión del Señor a los Cielos
(Act 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53)
(Act 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53)
En los relatos de la Ascensión de Jesús a los cielos, destaca el mensaje que recibieron los discípulos una vez que perdieron de vista el rostro de Cristo Resucitado: -«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.»
Cuando se sufre una separación de un ser querido, por ejemplo de un amigo íntimo, el corazón se siente bloqueado; es comprensible que los amigos de Jesús acusaran el impacto de la separación. Actualmente se ofrece el acompañamiento del duelo y se descubre la importancia de saber estar junto a quienes padecen el despojo de algún familiar, sobre todo si es de manera inesperada o dramática.
Sin embargo, las palabras de los mensajeros no parece que sean muy complacientes, sino que por el contrario, inducen a los apóstoles a no quedarse en la nostalgia, ni paralizados, sino a reemprender un camino nuevo, de testigos y profetas.
Así dice san Pablo: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os de espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama”. Los cristianos estamos llamados a vivir sin evasión espiritualista, sino como personas que aguardan el retorno definitivo del Señor, que cada uno descubriremos en el momento de nuestro tránsito de este mundo.
Este tiempo en el que vivimos, cuando sentimos el ambiente presentista, pragmático, especulativo, comercial, sensual, materialista, nos ofrece a los cristianos la ocasión propicia para vivir como testigos y profetas de esperanza, y sin perder la responsabilidad de acrecentar la creación, de cuidar la naturaleza, de ser amigos de la vida, significar de manera práctica, en la convivencia social, laboral, y también en el propio recinto interior, el horizonte de sentido.
Las palabras de Jesús antes de ascender a los cielos, nos marcan el camino: “Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto”. Debemos quedarnos en la ciudad, pero asistidos por la fuerza de lo alto, el don del Espíritu, al que invocamos de manera especial esta semana.
No somos personas evadidas, porque creemos en una vida eterna, y sabemos que este mundo es una estancia pasajera. Por el contrario, el quehacer del creyente es don y tarea que anticipa los valores del Reino de los Cielos.
fuente Ciudad Redonda
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