Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: "Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."
RESONAR DE LA PALABRA
Jesús comienza su oración dirigiéndose al «Padre Santo». Una invocación con la que recuerda y subraya que su origen está en el Dios trascendente, «fuera» o diferente del mundo y de sus criterios. Y también ese Padre Santo es su destino definitivo. Fue el Padre quien le envió al mundo para salvarlo, y a tal fin, Jesús mismo fue «santificado», es decir, que recibió el Espíritu del Amor (recordemos su Bautismo en el Jordán, y también nuestro propio bautismo), que le hizo sentirse en todo momento como «hijo amado del Padre». Así Jesús queda «santificado» o consagrado a Dios, para poder llevar a cabo la misión encomendada: hacer presente en el mundo el Amor de Dios, y transformarlo todo con los criterios, y los deseos de Dios, ese proyecto que llamamos «Reino». Así también él será «santificador», como su Padre.
Cuando decimos que algo (o alguien) es «santo», estamos diciendo que pertenece al ámbito de Dios, que Dios se hace allí presente de alguna forma, que a través de ello encontramos a Dios. Jesús es el «Santo» por excelencia, porque él es la presencia y la revelación de Dios en nuestro mundo, que llegará a su punto culminante en la «hora» de la su muerte y resurrección. Entonces se mostrará lo que significa que Dios es Amor, que Dios es Vida, que Dios Salva... y también sabremos cuál es la plenitud y el destino del hombre, al ser totalmente santificado. Es lo que aquí se llama «la Verdad».
Por eso, cuando Jesús ora pidiendo al Padre Santo que los suyos sean consagrados en la verdad, está pidiendo por una parte que entren en nosotros, hasta el fondo, transformándonos, los valores y criterios del Evangelio y haciéndonos evangelizadores... Pero también está rogando que haya una profunda intimidad personal, una comunión plena con el propio Jesús, que es la Verdad. A eso se refiere la plegaria de Jesús: «guárdalos del mal»
Dicho con otras palabras: perteneceremos a Dios, seremos santos y santificadores, mantendremos en nosotros los criterios y valores de Dios... en la medida en que mantengamos la comunión, el amor de Dios en nosotros (precisamente ese amor es el Espíritu). Como dice el propio Jesús: Tu «palabra» es verdad (el Evangelio), pero también tu «Palabra» (Jesucristo) es verdad.
Así entendemos ese deseo de Jesús: «Que sean uno». La intimidad-unidad de Jesús con el Padre Santo le ha resguardado, apoyado y guiado en su tarea en el mundo. Y los que somos enviados por Jesús y en su nombre, sólo saldremos adelante en nuestra misión si mantenemos la unidad con el Padre y el Hijo en el Espíritu... y ¡también la unidad entre nosotros!. Porque nuestra comunión-unidad «revela», testimonia y ofrece la comunión con el Dios Salvador, con el Dios Amor.
Palabras densas, profundas, gozosas... que más que pensar mucho... son una llamada a contemplarlas, a orarlas, saborearlas despacio, y descubrirlas como claves de nuestro caminar cristiano. Para que ninguno de nosotros «se pierda».
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Comentario Publicado por Ciudad Redonda
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