Nuestra revelación nos habla del Espíritu, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El Espíritu no es definible. Es ruah, pneuma, spiritus: no es una palabra que se refiera tanto al fenómeno del viento o del soplo en sí mismo, cuanto a la fuerza que se manifiesta en él y que permanece enigmática en su origen y en su destino. El soplo y el viento eran para los hebreos fuerzas misteriosas, poderosas y terroríficas (cf. Ecles 11,5; Ex 15,8-10; 2 Sam 22,16; 1 Rey 19,11; Is 11,4; 40, 7). Hay un Viento de Dios que circula por todos los tiempos y lugares, y mantiene viva la revolución de Jesús, el crecimiento del reino de Dios. Juan y Pablo nos hablaron de Él con gran profundidad.
Jesús es un hombre del Espíritu. Lo tiene sin medida. Con su poder actúa, habla, cura enfermos, expulsa demonios, hace presente el reinado de Dios. El Espíritu no envejece, su impulso no se para. Recorre la historia del mundo.
Ese viento impetuoso trae la vida, envuelve en la luz, llena todo de fecundidad. Pero ¿de dónde procede?
En un precioso versículo del salmo 50 se dice: «No me arrojes de tu rostro y no me quites tu santo Espíritu» (Sal 50,11). En él se pone en conexión la comunicación del Espíritu de Dios con el no-ocultamiento de su rostro. Esto quiere decir que la comunicación del Espíritu tiene mucho que ver con el poder estar ante el rostro de Dios, en su presencia.
En otro salmo se dice que cuando Dios oculta su rostro, todas las realidades vivientes pierden su aliento de vida y retornan al polvo (cf. Sal 104,29ss). Cuando el rostro de Dios, símbolo de su presencia y atención hacía sus criaturas, brilla, mira en actitud de gracia, se convierte en la fuente desde la que se derrama el Espíritu sobre toda carne. Brilla el rostro cuando el corazón está encendido en amor. El amor que Dios siente en su corazón hace que su Espíritu mane y se derrame. El semblante esplendoroso de Dios es la fuente desde la que se derrama el Espíritu y la vida, el amor y la bendición de Dios. «Haz brillar tu rostro sobre nosotros y danos tu gracia» se dice en la bendición de Aarón (Num 6,23-25). Cuando resplandece el rostro de Dios, esperamos de Él el envío del Espíritu. Esto le lleva a decir bellamente a Jürgen Moltmann: «El rostro de Dios, resplandeciente de alegría, es la fuente luminosa del Espíritu Santo».
CRIATURA DEL ESPÍRITU, JESÚS-ENVIADO POR JESÚS, EL ESPÍRITU
María, la madre de Jesús, halló gracia a los ojos de Dios. Él miró la humillación de su esclava. Y derramó su Espíritu sobre ella: «concibió por obra del Espíritu Santo». Jesús es fruto del Espíritu y del seno de María.
Dios Padre ungió a Jesús con su Espíritu y su fuerza (Hech 10,38). Le concedió el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Con su poder hablaba, actuaba, curaba enfermos, expulsaba demonios, hacia presente el Reino. Jesús mismo era el rostro de Dios, que con su amor hacia todos, derramaba el Espíritu. Era la energía que procedía de él y curaba a todos, que le hacía hablar como nadie había hablado.
Morir para Jesús fue -¡no pudo ser de otra manera!- «entregar el Espíritu», despojarse de aquel que era su vida, su inspiración permanente, el amor del Abbá derramado en su corazón. Fue necesario que Él partiera de este mundo y se sacrificara; así el Espíritu sería enviado, vendría a nosotros. Jesús dice que se va, es decir, que muere, para «rogar al Padre que conceda otro Consolador» (Jn 14,16); él mismo envía al Consolador «desde el Padre», pues «procede del Padre» (Jn 15,26). El Espíritu Santo procede del Padre, permanece en el Hijo y desde el Hijo se irradia en el mundo. La gloria de Dios brilla «en el rostro de Jesucristo» y proyecta «un luminoso resplandor en nuestros corazones». También en nosotros se proyecta la gloría del Señor (2 Cor 3,18).
En la muerte y en la gloría, la intimidad entre Cristo y el Espíritu es tal que parece que los dos se confunden: Cristo se ha convertido en Espíritu (1 Cor 15,45). Jesús forma con el Espíritu una unidad tan perfecta que puede ser designado con el nombre del Espíritu Santo. No se comprende a Jesús resucitado si no se reconoce en Él al hombre del Espíritu Santo; no se comprende al Espíritu Santo si no se ve en Él al Espíritu de Jesús, del Hijo de Dios. Transformado en el Espíritu Santo Jesús es don de sí, comunión: resucita como persona y en forma de comunidad. Jesús se ha convertido en Espíritu que da vida (1 Cor 15,45), amistad extrema, don de sí y comunión. Sus símbolos son pan comido y cáliz ofrecido.
CUANDO EL VIENTO DE DIOS...
Hoy el Espíritu de Jesús, el Espíritu que es Jesús sigue soplando, invadiéndolo todo, llevando el mundo hacía la plenitud del Reino.
«... Y serás transformado en otro».
El Espíritu de Dios es poder. Actúa contra la debilidad de la carne (cf Is 31,3). Cuando el Viento divino envuelve a una persona la transforma y transfigura: «El Espíritu de Dios te investirá (a Saúl) y serás transformado en otro hombre» (1 Sam 10,6) ; «el Espíritu vendrá sobre tí y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra... Lo que nacerá de ti será santo, será llamado hijo de Dios... Nada hay imposible para Dios» (cf Le 1,31-35). Jesús fue consagrado en el Espíritu y en el poder (Hech 10,38 ; Le 4,14-16). El viento del Espíritu conducía sus pasos hasta la cruz. Resucitó por el poder generativo del Viento de Dios. «El poder de Dios no puede cumplir una obra más excelsa que la resurrección de Jesús» (F. X. DurrweII). Lo más propio del Espíritu es ser «el Espíritu de aquel que ha resucitado a Jesús» (Rm 8,11), ser la potencia de Dios que hace vivir a Jesús (2 Cor 13,4).
Tras la Pascua, el Viento de Dios lanzó a la Iglesia hacia todo el mundo. El Evangelio se difundía bajo su impulso poderoso : «con poder y con Espíritu» (1 Tes 1,5; 1 Cor 2,4). El Viento Santo iba reuniendo a todos los hijos e hijas dispersos. Creaba comunidades de hermanos y hermanas. Generaba acontecimientos de liberación, interior y exterior. Hacía que los corazones estuvieran abiertos a Jesús, a su memoria.
El Espíritu no envejece. El Viento de Dios no se para. Recorre toda la geografía y toda la historia del mundo. También hoy sigue transformando y transfigurando. A veces es un viento espectacular; otras, una brisa suave. Es el causante de muchas liberaciones. Arranca de la tiranía de la carne, de los malos espíritus que nos afligen. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va; pero ahí está, movilizándolo todo. Por eso, tenía razón Eduard Schweízer al decir que «el Espíritu es el enemigo de toda legalidad», de todo orden establecido para siempre; y es que «donde esa el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17).
Un Viento que nos trae lo Santo. Este Viento hace presente a Dios en el mundo sin esfuerzo. Le prepara el lugar y lo introduce en él, sin que apenas se perciba. No es un Viento que nos lanza hacia afuera, sino que trae el afuera hacia dentro. No decimos «¡Vamos... Espíritu Creador», sino «Ven... Espíritu». No es el Viento que nos hace ir, sino el que viene. El Espíritu Santo es la presencia de Dios en este mundo. Dios se nos regala y el regalo está al alcance de la mano. Se nos regala, no como visibilidad o audibilidad o tangibilidad, o sabor, sino como Espíritu de toda visibilidad, audibilidad, tangibilidad o gusto. En cada experiencia humana se nos regala Dios cuando sentimos el asombro, la paz inmensa, el gozo y hasta el exceso conmovedor.
En el seréis consolados, veréis, seréis llamados... de las bienaventuranzas, Jesús nos hablaba de formas de presencia de Dios. Dios está presente también en el dolor, en la muerte prematura sin haber conseguido un éxito palpable. Aunque las cosas no correspondan a lo que nosotros esperamos, el Espíritu nos hace siempre presente a Dios y nos regala sus misterios, que algún día comprenderemos. El Espíritu sopla donde quiere y nadie sabe de antemano de dónde viene y a dónde va (Jn 3,8). Pero siempre es portador de Consuelo y de Gracia. Es el Viento que nos trae lo Santo.
Un Viento que une, no dispersa.
Sólo un texto atestigua la identidad del Espíritu con el amor. Se hace de modo indirecto y velado: «la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
El amor de Dios se derrama en nosotros como un Viento impetuoso, llamarada de fuego. Es un amor apasionado, gesticulante, generativo. El Espíritu Santo está constantemente añadiendo nuevos miembros al cuerpo de Cristo. Es creador de lazos, inspirador de contextos, germen de comunidades. El Espíritu tiende puentes entre los abismos que se dan entre nosotros. Está con los de derechas e izquierdas, los de arriba y los de abajo, los fundamentalistas y los liberales. Ninguna nota, ningún instrumento es incompatible con su sinfonía. No menosprecia ningún color para su cuadro, ningún jugador para su equipo, ningún actor para su obra teatral : «no se puede olvidar que el Espíritu recayó al principio sobre paganos y que lanzó a piadosos israelitas, contra su voluntad, al mundo» (Hech 10, 19-20.44)» (E. Schweizer).
La Iglesia es casa del Espíritu. En esta casa el sacerdocio es común (1 Ped 2,5.9 ; 2,11 - 3,6). Esta casa está constituida esencialmente por esclavos y mujeres, que sin decir una palabra ayudan con toda su vida a sus amos no cristianos, a sus maridos. El Espíritu es el Viento que reúne, no dispersa. El Espíritu es comunicación, apertura. «En el Espíritu» y «en la caridad» son para Pablo dos expresiones intercambiables. Es lo mismo caminar en el amor que caminar que en el Espíritu. El Espíritu es un movimiento poderoso que actúa dentro del corazón de los fieles, en aquel centro profundo donde el hombre nace al amor. El primer fruto del Espíritu es el amor acompañado de alegría, paz, bondad, benignidad. La caridad es la virtud escatológica que perdura por toda la eternidad (1 Cor 13,13). El Viento de Dios es «como la respiración del mundo» (E. Kónig).
El Viento que necesita espacios grandes... abiertos. ¿Quién será capaz de atar el Viento? ¿Quién podrá arrestar al Pneuma impetuoso? Toda la historia, desde su apertura hasta su clausura está siendo recorrida por el Viento de Dios. La primera ventolera de la creación suscitó la vida del primer hombre y la última del Apocalipsis despertará a los muertos (Rm 8,11). Es el Espíritu de la primera página del Génesis y de la última página del Apocalipsis. El Espíritu está en el origen de la vida de Jesús y de su ministerio y en el día final en que Jesús entrega el Espíritu y por el Espíritu se ofrece al Padre.
Todo el espacio histórico y geográfico está invadido por el Espíritu, porque «el Espíritu del Señor llena la tierra». Pero no hemos de esperar al final. Ha llegado la plenitud de los tiempos. En el Espíritu del Hijo podemos exclamar, gritar, gemir: ¡Abbá! (Gal 4,4.6). Y si somos hijos, somos herederos. Nuestra vocación es la libertad. Los movidos por el Espíritu de Dios también necesitamos espacios amplios, abiertos. Después del don del Espíritu no hay ningún otro don. El Espíritu es la gracia suprema. Vosotros lo conocéis...
El viento se advierte, aunque no se vea. Jesús dijo que el mundo ignora al Espíritu, pero «vosotros lo conocéis, porque Él mora junto a vosotros y estará siempre con vosotros» (Jn 14,17). El Espíritu no puede ser conocido a través de la inteligencia, sino a través de la experiencia: «Lo conocéis porque habita en medio de vosotros».
Donde nos envuelve el Viento de Dios, experimentamos la vida en toda su integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros sentidos quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y vemos nuestra vida en Dios y a Dios en nuestra vida. ¿Qué de extraño tiene que llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente de la Vida (fonsvitae)?
La venida del Espíritu, anuncia la llegada de Jesús a nuestra vida. La relación que existe entre la primavera y el verano, el tiempo de siembra y de cosecha, el amanecer y el mediodía, existe entre la venida del Espíritu y la venida de Jesús. Por esto el Espíritu es denominado garantía y aval de la Gloría (Ef 1,14; 2 Cor 1,22).
Cuando pedimos la venida del Espíritu (Ven/ Creator Spiritus) no queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá; suplicamos que venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y anímales (cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin poder y sin esperanza» (H.W. Wolff). Por eso, el profeta proclamaba: «¡Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños!». Decía con ello que la gente joven, es decir, quienes todavía no habían entrado de lleno en la vida y los ancianos es decir, quien participan ya plenamente de la vida, serán quienes primero experimenten al Espíritu. Es como si el profeta dijera que nadie es demasiado joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.
Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se derrama sobre todos los seres vivientes, como las aguas de una riada, invadiéndolo todo. Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos o emanaciones del Espíritu.
Jesús es un hombre del Espíritu. Lo tiene sin medida. Con su poder actúa, habla, cura enfermos, expulsa demonios, hace presente el reinado de Dios. El Espíritu no envejece, su impulso no se para. Recorre la historia del mundo.
Ese viento impetuoso trae la vida, envuelve en la luz, llena todo de fecundidad. Pero ¿de dónde procede?
En un precioso versículo del salmo 50 se dice: «No me arrojes de tu rostro y no me quites tu santo Espíritu» (Sal 50,11). En él se pone en conexión la comunicación del Espíritu de Dios con el no-ocultamiento de su rostro. Esto quiere decir que la comunicación del Espíritu tiene mucho que ver con el poder estar ante el rostro de Dios, en su presencia.
En otro salmo se dice que cuando Dios oculta su rostro, todas las realidades vivientes pierden su aliento de vida y retornan al polvo (cf. Sal 104,29ss). Cuando el rostro de Dios, símbolo de su presencia y atención hacía sus criaturas, brilla, mira en actitud de gracia, se convierte en la fuente desde la que se derrama el Espíritu sobre toda carne. Brilla el rostro cuando el corazón está encendido en amor. El amor que Dios siente en su corazón hace que su Espíritu mane y se derrame. El semblante esplendoroso de Dios es la fuente desde la que se derrama el Espíritu y la vida, el amor y la bendición de Dios. «Haz brillar tu rostro sobre nosotros y danos tu gracia» se dice en la bendición de Aarón (Num 6,23-25). Cuando resplandece el rostro de Dios, esperamos de Él el envío del Espíritu. Esto le lleva a decir bellamente a Jürgen Moltmann: «El rostro de Dios, resplandeciente de alegría, es la fuente luminosa del Espíritu Santo».
CRIATURA DEL ESPÍRITU, JESÚS-ENVIADO POR JESÚS, EL ESPÍRITU
María, la madre de Jesús, halló gracia a los ojos de Dios. Él miró la humillación de su esclava. Y derramó su Espíritu sobre ella: «concibió por obra del Espíritu Santo». Jesús es fruto del Espíritu y del seno de María.
Dios Padre ungió a Jesús con su Espíritu y su fuerza (Hech 10,38). Le concedió el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Con su poder hablaba, actuaba, curaba enfermos, expulsaba demonios, hacia presente el Reino. Jesús mismo era el rostro de Dios, que con su amor hacia todos, derramaba el Espíritu. Era la energía que procedía de él y curaba a todos, que le hacía hablar como nadie había hablado.
Morir para Jesús fue -¡no pudo ser de otra manera!- «entregar el Espíritu», despojarse de aquel que era su vida, su inspiración permanente, el amor del Abbá derramado en su corazón. Fue necesario que Él partiera de este mundo y se sacrificara; así el Espíritu sería enviado, vendría a nosotros. Jesús dice que se va, es decir, que muere, para «rogar al Padre que conceda otro Consolador» (Jn 14,16); él mismo envía al Consolador «desde el Padre», pues «procede del Padre» (Jn 15,26). El Espíritu Santo procede del Padre, permanece en el Hijo y desde el Hijo se irradia en el mundo. La gloria de Dios brilla «en el rostro de Jesucristo» y proyecta «un luminoso resplandor en nuestros corazones». También en nosotros se proyecta la gloría del Señor (2 Cor 3,18).
En la muerte y en la gloría, la intimidad entre Cristo y el Espíritu es tal que parece que los dos se confunden: Cristo se ha convertido en Espíritu (1 Cor 15,45). Jesús forma con el Espíritu una unidad tan perfecta que puede ser designado con el nombre del Espíritu Santo. No se comprende a Jesús resucitado si no se reconoce en Él al hombre del Espíritu Santo; no se comprende al Espíritu Santo si no se ve en Él al Espíritu de Jesús, del Hijo de Dios. Transformado en el Espíritu Santo Jesús es don de sí, comunión: resucita como persona y en forma de comunidad. Jesús se ha convertido en Espíritu que da vida (1 Cor 15,45), amistad extrema, don de sí y comunión. Sus símbolos son pan comido y cáliz ofrecido.
CUANDO EL VIENTO DE DIOS...
Hoy el Espíritu de Jesús, el Espíritu que es Jesús sigue soplando, invadiéndolo todo, llevando el mundo hacía la plenitud del Reino.
«... Y serás transformado en otro».
El Espíritu de Dios es poder. Actúa contra la debilidad de la carne (cf Is 31,3). Cuando el Viento divino envuelve a una persona la transforma y transfigura: «El Espíritu de Dios te investirá (a Saúl) y serás transformado en otro hombre» (1 Sam 10,6) ; «el Espíritu vendrá sobre tí y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra... Lo que nacerá de ti será santo, será llamado hijo de Dios... Nada hay imposible para Dios» (cf Le 1,31-35). Jesús fue consagrado en el Espíritu y en el poder (Hech 10,38 ; Le 4,14-16). El viento del Espíritu conducía sus pasos hasta la cruz. Resucitó por el poder generativo del Viento de Dios. «El poder de Dios no puede cumplir una obra más excelsa que la resurrección de Jesús» (F. X. DurrweII). Lo más propio del Espíritu es ser «el Espíritu de aquel que ha resucitado a Jesús» (Rm 8,11), ser la potencia de Dios que hace vivir a Jesús (2 Cor 13,4).
Tras la Pascua, el Viento de Dios lanzó a la Iglesia hacia todo el mundo. El Evangelio se difundía bajo su impulso poderoso : «con poder y con Espíritu» (1 Tes 1,5; 1 Cor 2,4). El Viento Santo iba reuniendo a todos los hijos e hijas dispersos. Creaba comunidades de hermanos y hermanas. Generaba acontecimientos de liberación, interior y exterior. Hacía que los corazones estuvieran abiertos a Jesús, a su memoria.
El Espíritu no envejece. El Viento de Dios no se para. Recorre toda la geografía y toda la historia del mundo. También hoy sigue transformando y transfigurando. A veces es un viento espectacular; otras, una brisa suave. Es el causante de muchas liberaciones. Arranca de la tiranía de la carne, de los malos espíritus que nos afligen. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va; pero ahí está, movilizándolo todo. Por eso, tenía razón Eduard Schweízer al decir que «el Espíritu es el enemigo de toda legalidad», de todo orden establecido para siempre; y es que «donde esa el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17).
Un Viento que nos trae lo Santo. Este Viento hace presente a Dios en el mundo sin esfuerzo. Le prepara el lugar y lo introduce en él, sin que apenas se perciba. No es un Viento que nos lanza hacia afuera, sino que trae el afuera hacia dentro. No decimos «¡Vamos... Espíritu Creador», sino «Ven... Espíritu». No es el Viento que nos hace ir, sino el que viene. El Espíritu Santo es la presencia de Dios en este mundo. Dios se nos regala y el regalo está al alcance de la mano. Se nos regala, no como visibilidad o audibilidad o tangibilidad, o sabor, sino como Espíritu de toda visibilidad, audibilidad, tangibilidad o gusto. En cada experiencia humana se nos regala Dios cuando sentimos el asombro, la paz inmensa, el gozo y hasta el exceso conmovedor.
En el seréis consolados, veréis, seréis llamados... de las bienaventuranzas, Jesús nos hablaba de formas de presencia de Dios. Dios está presente también en el dolor, en la muerte prematura sin haber conseguido un éxito palpable. Aunque las cosas no correspondan a lo que nosotros esperamos, el Espíritu nos hace siempre presente a Dios y nos regala sus misterios, que algún día comprenderemos. El Espíritu sopla donde quiere y nadie sabe de antemano de dónde viene y a dónde va (Jn 3,8). Pero siempre es portador de Consuelo y de Gracia. Es el Viento que nos trae lo Santo.
Un Viento que une, no dispersa.
Sólo un texto atestigua la identidad del Espíritu con el amor. Se hace de modo indirecto y velado: «la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
El amor de Dios se derrama en nosotros como un Viento impetuoso, llamarada de fuego. Es un amor apasionado, gesticulante, generativo. El Espíritu Santo está constantemente añadiendo nuevos miembros al cuerpo de Cristo. Es creador de lazos, inspirador de contextos, germen de comunidades. El Espíritu tiende puentes entre los abismos que se dan entre nosotros. Está con los de derechas e izquierdas, los de arriba y los de abajo, los fundamentalistas y los liberales. Ninguna nota, ningún instrumento es incompatible con su sinfonía. No menosprecia ningún color para su cuadro, ningún jugador para su equipo, ningún actor para su obra teatral : «no se puede olvidar que el Espíritu recayó al principio sobre paganos y que lanzó a piadosos israelitas, contra su voluntad, al mundo» (Hech 10, 19-20.44)» (E. Schweizer).
La Iglesia es casa del Espíritu. En esta casa el sacerdocio es común (1 Ped 2,5.9 ; 2,11 - 3,6). Esta casa está constituida esencialmente por esclavos y mujeres, que sin decir una palabra ayudan con toda su vida a sus amos no cristianos, a sus maridos. El Espíritu es el Viento que reúne, no dispersa. El Espíritu es comunicación, apertura. «En el Espíritu» y «en la caridad» son para Pablo dos expresiones intercambiables. Es lo mismo caminar en el amor que caminar que en el Espíritu. El Espíritu es un movimiento poderoso que actúa dentro del corazón de los fieles, en aquel centro profundo donde el hombre nace al amor. El primer fruto del Espíritu es el amor acompañado de alegría, paz, bondad, benignidad. La caridad es la virtud escatológica que perdura por toda la eternidad (1 Cor 13,13). El Viento de Dios es «como la respiración del mundo» (E. Kónig).
El Viento que necesita espacios grandes... abiertos. ¿Quién será capaz de atar el Viento? ¿Quién podrá arrestar al Pneuma impetuoso? Toda la historia, desde su apertura hasta su clausura está siendo recorrida por el Viento de Dios. La primera ventolera de la creación suscitó la vida del primer hombre y la última del Apocalipsis despertará a los muertos (Rm 8,11). Es el Espíritu de la primera página del Génesis y de la última página del Apocalipsis. El Espíritu está en el origen de la vida de Jesús y de su ministerio y en el día final en que Jesús entrega el Espíritu y por el Espíritu se ofrece al Padre.
Todo el espacio histórico y geográfico está invadido por el Espíritu, porque «el Espíritu del Señor llena la tierra». Pero no hemos de esperar al final. Ha llegado la plenitud de los tiempos. En el Espíritu del Hijo podemos exclamar, gritar, gemir: ¡Abbá! (Gal 4,4.6). Y si somos hijos, somos herederos. Nuestra vocación es la libertad. Los movidos por el Espíritu de Dios también necesitamos espacios amplios, abiertos. Después del don del Espíritu no hay ningún otro don. El Espíritu es la gracia suprema. Vosotros lo conocéis...
El viento se advierte, aunque no se vea. Jesús dijo que el mundo ignora al Espíritu, pero «vosotros lo conocéis, porque Él mora junto a vosotros y estará siempre con vosotros» (Jn 14,17). El Espíritu no puede ser conocido a través de la inteligencia, sino a través de la experiencia: «Lo conocéis porque habita en medio de vosotros».
Donde nos envuelve el Viento de Dios, experimentamos la vida en toda su integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros sentidos quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y vemos nuestra vida en Dios y a Dios en nuestra vida. ¿Qué de extraño tiene que llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente de la Vida (fonsvitae)?
La venida del Espíritu, anuncia la llegada de Jesús a nuestra vida. La relación que existe entre la primavera y el verano, el tiempo de siembra y de cosecha, el amanecer y el mediodía, existe entre la venida del Espíritu y la venida de Jesús. Por esto el Espíritu es denominado garantía y aval de la Gloría (Ef 1,14; 2 Cor 1,22).
Cuando pedimos la venida del Espíritu (Ven/ Creator Spiritus) no queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá; suplicamos que venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y anímales (cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin poder y sin esperanza» (H.W. Wolff). Por eso, el profeta proclamaba: «¡Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños!». Decía con ello que la gente joven, es decir, quienes todavía no habían entrado de lleno en la vida y los ancianos es decir, quien participan ya plenamente de la vida, serán quienes primero experimenten al Espíritu. Es como si el profeta dijera que nadie es demasiado joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.
Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se derrama sobre todos los seres vivientes, como las aguas de una riada, invadiéndolo todo. Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos o emanaciones del Espíritu.
José Cristo Rey García Paredes cmf
publicación original: Miércoles, 31 de mayo de 2006
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