Dar a Dios el primer lugar
El que se prefiere a sí mismo no puede amar a Dios; pero el que no se prefiere a sí mismo a causa de las riquezas superiores de la caridad divina, éste ama a Dios. Por eso un hombre tal no busca jamás su propia gloria, sino la de Dios; porque el que se prefiere a sí mismo busca su propia gloria. El que prefiere a Dios ama la gloria de su creador. En efecto, es propio de un alma interior y amiga de Dios el buscar constantemente la gloria de Dios en todos los mandamientos que cumple, y gozar en su propia humillación. Porque, el hecho de su grandeza, la gloria es propia de Dios, y propia al hombre, su humillación; por este medio llega a ser familiar de Dios. Si actuamos así, alegrándonos de la gloria del Señor, a ejemplo de san Juan Bautista, empezaremos a decir sin parar: “Es preciso que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30).
Conozco a uno que ama de tal manera a Dios, a pesar de que se lamenta de no amarle como querría, que su alma arde sin cesar del deseo de ver a Dios glorificado en él, y de verse a sí mismo como si no existiera. Éste hombre no sabe lo que es, aunque se le elogie de palabra; porque en su gran deseo de anonadamiento no piensa en su propia dignidad. Cumple con el servicio divino tal como es propio de los presbíteros, pero en su extrema disposición de amor por Dios, amaga el recuerdo de su propia dignidad en el abismo de su caridad para con su Dios, refugiando, en humildes pensamientos, la gloria que sacaría para él. En todo momento, a sus propios ojos, no se tiene si no por un servidor inútil; su deseo de anonadamiento le hace vivir alejado, en cierta manera, de su propia dignidad. Eso es lo que debemos hacer también nosotros, de manera que rehusemos cualquier honor, cualquier gloria, a causa de la desbordante riqueza del amor de Aquel que tanto nos ha amado.
Diadoco de Foticé (c. 400-?), obispo
Sobre la perfección espiritual, 12-15
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