Los heridos, caídos en el camino de la vida.
Los que juzgo, los que desprecio, los que me hacen mirar para otro lado.
Los que ignoro y a los que culpo de su mal.
Los que no me devolverán un halago.
Y yo soy quien mira y pasa de largo.
Yo soy quien no se detiene.
No soy el samaritano.
Yo soy quien encuentra una razón para olvidarlos, para arrancarlos de mi vista y de mi vida.
Hombres y mujeres caídos por los caminos de la vida y nosotros, tantas veces, cristianos ausentes, en silencio y silenciando los gritos que resuenan a nuestro alrededor, recordándonos que Cristo grita desde las entrañas del caído.
Un grito que nos apela y nos revuelve.
¡Dios misericordioso, no permitas que miremos hacia otro lado cuando nos encontremos con ellos!
“Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahveh tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia.” (Dt 15, 7-8)
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