p. Alberto Linero Gomez, eudista
Entre las realidades auténticamente humanas ocupa un lugar importante el ser dueño de mí, dueño de mis opciones, de mis emociones, de mis pensamientos, dueño para decidir qué hago con mi vida, qué sentido le doy, qué acepto y qué rechazo. Y ser dueño implica asumir las responsabilidades de lo que soy y de lo que hago con esta vida mía. En este sentido, no puedo estar echándole la culpa a terceros por aquello que pasa en mi ser. No está bien convertirme en uno que explica todo lo que le pasa a través de las decisiones de otros y no las propias. No resulta conveniente el asumir que soy dueño de mi vida para tomar decisiones, pero no soy igual de dueño para responder por las consecuencias de mis decisiones.
Así como soy el dueño de mi vida -en la libertad que me fue dada como un don- y nadie puede optar por mí, sino que eso es algo que me corresponde, del mismo modo tampoco nadie tendrá que asumir las consecuencias de mis opciones. Como soy libre, también soy responsable. Y para que pueda ser feliz en libertad, siendo dueño de mí, debo estar por encima de apegos. Los apegos me restan libertad, y también me terminan haciendo esclavo suyo. Un cantante sabio decía “terminamos siendo esclavos de aquello que conquistamos”. El dueño del tesoro termina viviendo para cuidarlo y su vida se reduce a eso. Ese apego de algo, aparentemente bueno, agradable, deseable, nos resta vida, verdadera vida.
Entre más apegos tenemos, más vamos necesitando de ellos. Por eso uno ve gente que ya no es feliz, que no podría serlo, si le quitan el internet, el teléfono celular, la televisión, la ropa de marca, la rumba, etc. Y entre más falsas necesidades tiene, más cosas necesita. Es un círculo vicioso en el que muchos caemos. La sociedad nos va construyendo para que seamos consumidores. Y consumimos lo que nos dicen que hay que consumir. Para ser gente, ahora necesitamos más cosas, valorarnos a través de ellas, darle sentido a lo que somos desde nuestras pertenencias. Y ya no somos señores de las necesidades que tenemos y del modo cómo las satisfacemos; sino que estamos a la deriva de lo que manden los mercados, de lo que digan, lo que propongan, lo que ordenen.
Así vamos como veletas, dejando que alguien distinto ocupe el liderazgo de mi proyecto de vida. Y cada vez que nos venden algo nuevo, yo debo tenerlo; porque si no lo tengo valgo menos, soy menos capaz, no alcanzo a validarme. Y, firmemente, creo que para ser felices, además de ser dueños de nosotros, de estar libres de apegos y de ser señores de nuestras necesidades, es urgente que seamos líderes de nuestro proyecto de vida. Que dictemos el rumbo de nuestros pasos. Que ordenemos los recursos con los que contamos. Que proyectemos cómo superar las dificultades que se nos ponen en frente tomando decisiones basadas en análisis inteligentes de las situaciones y en proyecciones válidas de nuestras acciones. Ser líder de mí mismo implica una actitud atenta frente a lo que pasa, despierta, viva. Un líder no deja a otros su trabajo, ni espera que las cosas se solucionen solas.
Por último, para vivir felices de verdad es fundamental reconocer que soy digno, que merezco ser amado. No para vivir mendigando amor, ni para rogarle a otros que me quieran; sino por el contrario para descubrir que nuestro valor es algo que vive en nosotros y que quien lo descubre lo aprecia. Quien decide amarme lo hace, no puedo influir en esa decisión; ni la de aquel que decide dejar de hacerlo. Lo que sí puedo es responder al amor, del mismo modo que ser fiel a mi propio valor para que éste genere un tipo de relación conmigo. Quien se ama no acepta relaciones que irrespeten su amor, ni busca irrespetar el amor de los otros. Alguien sano y feliz, comprende y asume que su vida es un acto de amor libre y libremente lo vive.
Fuente: Blog Padre Linero
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