CONVIVIENDO CON MILAGROS
Parte XXVI
Después
de un momento de oración en Presidente Prudente, SP, una persona me escribió: “Me gustaría dar un testimonio. Soy
casada por segunda vez, quiero decir, vivo con mi compañero, pues ambos fuimos
casados por iglesia anteriormente. En nuestra comunidad fuimos invitados a
participar de una experiencia de oración para matrimonios el año pasado,
algunas personas intentaron acobardarnos por no estar casados por iglesia, pero
otros nos incentivaron a ir, pues bien, fuimos. De mi primer casamiento tuve
hijos, hice varios tratamientos para quedar embarazada, y llegué a estarlo una
vez, pero con seis semanas de gestación tuve un aborto natural y después ya no
lo conseguí. Mi esposo ya tiene un hijo de su primer matrimonio, y yo quería
mucho un hijo, pero eso no sucedía; todos los meses estaba ansiosa,
esperanzada, pero cuando la menstruación llegaba yo quedaba muy triste. Bien,
durante la experiencia de oración en la cual usted predicaba fueron hechas
oraciones para que la gente perdonase a las personas que nos hirieron, y yo
tenía algunas para perdonar; en determinado momento, usted dijo que no
acostumbraba decir muchas palabras de conocimiento, pero había un matrimonio
que estaba allí pidiendo tener un hijo y que sería un pedido atendido. Las
lágrimas rodaron por mis ojos y los ojos de mi esposo. Mi menstruación había comenzado,
pero paró; pasó una semana, comenzó de nuevo y paró de nuevo, y cuál fue mi
sorpresa, Dios había atendido nuestras oraciones, yo estaba embarazada. Mi
pequeña tiene 44 días hoy, es linda y saludable. Agradezco todo el cariño con
que fuimos recibidos en ese encuentro, aún no estando casados, y todas sus
palabras y oraciones que transformaron nuestro modo de percibir la vida.
Gracias por todo!”
Algunas
veces, una persona recibe la gracia en un momento de intimidad a solas con
Dios, orando con la Biblia, escuchando una canción, leyendo un libro. En un
pequeño billete recibí este testimonio: “Soy
aquella señora que le habló al respecto del rechazo de mis gestaciones. Seguí
sus consejos, leí el libro “Don de lágrimas” y me perdoné. Amanecí abrazando a
mis hijos y hoy estoy feliz por demás! Veo la vida con otros ojos. Gracias,
Jesús, por esa sanación, después de veinte años de angustia!”
Otra
gracia relacionada a este don del Espíritu me fue testimoniada de la siguiente
manera: “Estoy muy
agradecida porque ha escrito el libro “El don de lágrimas”, le amé y me ayudó a
enfrentar los preconceptos. Tengo un lindo hijo, el tiene 23 años, pero por
algún motivo, no sé cual, él se envolvió con personas marginales y acabó preso,
condenado a cinco años y seis meses. Cuando recibí la noticia, pensé que no iba
a soportarlo. Un día intenté suicidarme, pues el dolor era demasiado. Yo no me
conformaba con aquella situación. Dije que nunca iría a visitarlo, pero estaba equivocada.
Cuando alguien me prestó su libro, lo leí íntegramente e inmediatamente. Ah, mi
amigo! Usted no imagina como aquel libro me resucitó. Yo fui a visitar a mi
amado hijo, sí, pues él me estaba necesitando y mucho. Viajé mucho, 830
kilómetros, diez horas de auto, pero antes fui hasta “Canción Nueva” y compré
el libro para ir leyendo y fortaleciéndome. Que Dios le bendiga mucho a usted y
su familia, porque la familia es todo. Gracias por haber escrito: “El Don de
lágrimas”!
El
milagro sucede siempre a partir de un momento de oración en que hay un
encuentro entre Dios y el hombre. Y, en
la oración, no solamente el espíritu, sino también el cuerpo, reza. Hasta
el alma misma se beneficia y es curada cuando nuestro cuerpo entra en oración,
y con lágrimas, cantos, palmas, danzas y movimientos vuelve a alabar a su
Creador. Uno de los grandes males del pecado, entre tantos otros, es que causa
una ruptura entre nuestro físico y nuestro espíritu. Por eso, muchas sanaciones suceden cuando el cuerpo
y el alma hacen las paces y se unen nuevamente. En el monte Tabor, el
Espíritu Santo transfiguró no sólo el alma, sino también el cuerpo y las
vestiduras de Jesús, para darnos la certeza de que nuestro cuerpo sufrido será
tomado por una fuerza divina y enteramente transformado. Todo lo que el Espíritu Santo toca, Él llena de vida y poder. Lo
que necesitamos hacer para recibir este milagro es preparar nuestra alma y
nuestro cuerpo con todos los sentidos para recibir el Espíritu Santo y ser su
morada. ¿Por qué el derramamiento del Espíritu Santo es el mayor milagro de
Jesús? Porque Él es la respuesta para todo. Cuando somos sumergidos en el Espíritu, es la hora en que nos
levantamos de nuestras amarguras y aflicciones y nos despedimos de toda
frialdad afectiva para comenzar a sonreír otra vez, para volver a creer en
la bondad y esparcir alegría por todos los lados como hacen los niños jugando
en una mañana de sol. De repente, brota en nosotros una felicidad y un amor
inexplicable por la vida. Sacudimos lejos de nosotros las corrientes con que
nuestras vidas habían sido amarradas a la tristeza, y somos curados de los
terribles traumas de la muerte. Comenzamos a hacer como los pajaritos que, aún
antes de que el sol aparezca, se colocan para cantar alegres por la certeza del
nuevo día. Los milagros de Jesús revelan
mucho más que su poder, ellos son
una demostración viva de su misericordia. Jesús no solamente libera el alma
de sus prisiones espirituales, sino también el cuerpo de aquello que lo
deshonra y de todo lo que lo envenena. Jesús tiene también dominio sobre
nuestro físico y por eso es que lo libera de la esclavitud del vicio y del
pecado para que pueda descansar. El sabe que, para estar saludables, todos
necesitamos en algún momento encontrar alivio de nuestros fardos: “Vengan a mi, todos ustedes que están
cansados y agobiados y yo les daré descanso” (cfr. Mateo 11,28) Delante del
dolor de los indefensos, de los dolientes y de los frágiles, Jesús es la
respuesta de Dios actuando con misericordia y compasión: “Al salir del barco, Jesús vio una gran multitud. Se llenó de compasión
por ellos y curó a los que estaban enfermos” (Mateo 14,14) El se conmovió
delante del leproso, de los hombres ciegos, del pueblo que no tenía que comer,
de los que estaban perdidos e inseguros como ovejas sin pastor, de la viuda de
Naím cuyo hijo acababa de morir. En tres milagros contados por Mateo, el
evangelista se preocupa por resaltar que Jesús los curó rápidamente después de
oír la oración: “Ten misericordia de mi”. El es la voz de Dios que continúa
gritando: “Yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios y no
holocaustos” (Oseas 6,6)
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