viernes, 8 de enero de 2016

CONVIVIENDO CON MILAGROS

CONVIVIENDO CON MILAGROS
Parte XXVI


Después de un momento de oración en Presidente Prudente, SP, una persona me escribió: “Me gustaría dar un testimonio. Soy casada por segunda vez, quiero decir, vivo con mi compañero, pues ambos fuimos casados por iglesia anteriormente. En nuestra comunidad fuimos invitados a participar de una experiencia de oración para matrimonios el año pasado, algunas personas intentaron acobardarnos por no estar casados por iglesia, pero otros nos incentivaron a ir, pues bien, fuimos. De mi primer casamiento tuve hijos, hice varios tratamientos para quedar embarazada, y llegué a estarlo una vez, pero con seis semanas de gestación tuve un aborto natural y después ya no lo conseguí. Mi esposo ya tiene un hijo de su primer matrimonio, y yo quería mucho un hijo, pero eso no sucedía; todos los meses estaba ansiosa, esperanzada, pero cuando la menstruación llegaba yo quedaba muy triste. Bien, durante la experiencia de oración en la cual usted predicaba fueron hechas oraciones para que la gente perdonase a las personas que nos hirieron, y yo tenía algunas para perdonar; en determinado momento, usted dijo que no acostumbraba decir muchas palabras de conocimiento, pero había un matrimonio que estaba allí pidiendo tener un hijo y que sería un pedido atendido. Las lágrimas rodaron por mis ojos y los ojos de mi esposo. Mi menstruación había comenzado, pero paró; pasó una semana, comenzó de nuevo y paró de nuevo, y cuál fue mi sorpresa, Dios había atendido nuestras oraciones, yo estaba embarazada. Mi pequeña tiene 44 días hoy, es linda y saludable. Agradezco todo el cariño con que fuimos recibidos en ese encuentro, aún no estando casados, y todas sus palabras y oraciones que transformaron nuestro modo de percibir la vida. Gracias por todo!”

Algunas veces, una persona recibe la gracia en un momento de intimidad a solas con Dios, orando con la Biblia, escuchando una canción, leyendo un libro. En un pequeño billete recibí este testimonio: “Soy aquella señora que le habló al respecto del rechazo de mis gestaciones. Seguí sus consejos, leí el libro “Don de lágrimas” y me perdoné. Amanecí abrazando a mis hijos y hoy estoy feliz por demás! Veo la vida con otros ojos. Gracias, Jesús, por esa sanación, después de veinte años de angustia!”

Otra gracia relacionada a este don del Espíritu me fue testimoniada de la siguiente manera: “Estoy muy agradecida porque ha escrito el libro “El don de lágrimas”, le amé y me ayudó a enfrentar los preconceptos. Tengo un lindo hijo, el tiene 23 años, pero por algún motivo, no sé cual, él se envolvió con personas marginales y acabó preso, condenado a cinco años y seis meses. Cuando recibí la noticia, pensé que no iba a soportarlo. Un día intenté suicidarme, pues el dolor era demasiado. Yo no me conformaba con aquella situación. Dije que nunca iría a visitarlo, pero estaba equivocada. Cuando alguien me prestó su libro, lo leí íntegramente e inmediatamente. Ah, mi amigo! Usted no imagina como aquel libro me resucitó. Yo fui a visitar a mi amado hijo, sí, pues él me estaba necesitando y mucho. Viajé mucho, 830 kilómetros, diez horas de auto, pero antes fui hasta “Canción Nueva” y compré el libro para ir leyendo y fortaleciéndome. Que Dios le bendiga mucho a usted y su familia, porque la familia es todo. Gracias por haber escrito: “El Don de lágrimas”!


El milagro sucede siempre a partir de un momento de oración en que hay un encuentro entre Dios y el hombre. Y, en la oración, no solamente el espíritu, sino también el cuerpo, reza. Hasta el alma misma se beneficia y es curada cuando nuestro cuerpo entra en oración, y con lágrimas, cantos, palmas, danzas y movimientos vuelve a alabar a su Creador. Uno de los grandes males del pecado, entre tantos otros, es que causa una ruptura entre nuestro físico y nuestro espíritu. Por eso, muchas sanaciones suceden cuando el cuerpo y el alma hacen las paces y se unen nuevamente. En el monte Tabor, el Espíritu Santo transfiguró no sólo el alma, sino también el cuerpo y las vestiduras de Jesús, para darnos la certeza de que nuestro cuerpo sufrido será tomado por una fuerza divina y enteramente transformado. Todo lo que el Espíritu Santo toca, Él llena de vida y poder. Lo que necesitamos hacer para recibir este milagro es preparar nuestra alma y nuestro cuerpo con todos los sentidos para recibir el Espíritu Santo y ser su morada. ¿Por qué el derramamiento del Espíritu Santo es el mayor milagro de Jesús? Porque Él es la respuesta para todo. Cuando somos sumergidos en el Espíritu, es la hora en que nos levantamos de nuestras amarguras y aflicciones y nos despedimos de toda frialdad afectiva para comenzar a sonreír otra vez, para volver a creer en la bondad y esparcir alegría por todos los lados como hacen los niños jugando en una mañana de sol. De repente, brota en nosotros una felicidad y un amor inexplicable por la vida. Sacudimos lejos de nosotros las corrientes con que nuestras vidas habían sido amarradas a la tristeza, y somos curados de los terribles traumas de la muerte. Comenzamos a hacer como los pajaritos que, aún antes de que el sol aparezca, se colocan para cantar alegres por la certeza del nuevo día. Los milagros de Jesús revelan mucho más que su poder, ellos son una demostración viva de su misericordia. Jesús no solamente libera el alma de sus prisiones espirituales, sino también el cuerpo de aquello que lo deshonra y de todo lo que lo envenena. Jesús tiene también dominio sobre nuestro físico y por eso es que lo libera de la esclavitud del vicio y del pecado para que pueda descansar. El sabe que, para estar saludables, todos necesitamos en algún momento encontrar alivio de nuestros fardos: “Vengan a mi, todos ustedes que están cansados y agobiados y yo les daré descanso” (cfr. Mateo 11,28) Delante del dolor de los indefensos, de los dolientes y de los frágiles, Jesús es la respuesta de Dios actuando con misericordia y compasión: “Al salir del barco, Jesús vio una gran multitud. Se llenó de compasión por ellos y curó a los que estaban enfermos” (Mateo 14,14) El se conmovió delante del leproso, de los hombres ciegos, del pueblo que no tenía que comer, de los que estaban perdidos e inseguros como ovejas sin pastor, de la viuda de Naím cuyo hijo acababa de morir. En tres milagros contados por Mateo, el evangelista se preocupa por resaltar que Jesús los curó rápidamente después de oír la oración: “Ten misericordia de mi”. El es la voz de Dios que continúa gritando: “Yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Oseas 6,6)

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