¿Es en realidad posible ser como Cristo?
De todas las personas que aparecen en los Evangelios, pareciera que nadie se destaca tanto como Pedro ¡y no siempre del mejor modo!Pedro fue el que trató de caminar sobre el agua, pero terminó todo mojado. Pedro fue el que prometió que moriría con Jesús, pero terminó negándole unas horas más tarde. Y fue Pedro el que trató de impedir que Jesús fuera a la cruz, por lo que el Señor le increpó diciéndole: “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mateo 16, 23).
Tal vez esta es la razón por la cual Pedro es un héroe para muchas personas. Claro, porque podemos identificarnos con él precisamente por las muchas veces que “metió la pata”. Y nos consuela el saber que aquel hombre, que llegó a ser el primer Papa, cometió algunos de los mismos errores que cometemos nosotros. Y si alguien como Pedro pudo ser un gran santo, ¡claro que podemos serlo nosotros también!
Pensando en esto, daremos una mirada a los diversos modos en que Pedro creció espiritualmente y cambió radicalmente durante el tiempo que pasó con el Señor, es decir, cómo aprendió a cooperar con la gracia de Dios. Si analizamos su ejemplo, veremos que también nosotros podemos recibir y aceptar de buena gana la gracia transformadora de Dios en nuestra vida.
La gracia perfecciona la naturaleza. Según una famosa declaración de Santo Tomás de Aquino, la gracia perfecciona la naturaleza. No anula quienes somos y no nos hace personas completamente diferentes, y tampoco se limita a cubrir nuestros pecados. No, la gracia de Dios toma todos nuestros talentos y dones, nuestras esperanzas y sueños, hasta nuestros caprichos personales, y los eleva. Cuando aceptamos la gracia, Dios nos lleva a usar nuestros dones para su gloria. El Señor toma nuestra personalidad y la usa para expresar ciertos aspectos de su propia personalidad. De manera que si tendemos a ser de carácter fuerte y enérgico, la gracia de Dios nos enseña a encauzar esa energía hacia obras de evangelización o apostolados en defensa de la justicia. Si somos apacibles por naturaleza, el Señor refina aquella cualidad de modo que exprese cada vez más su propia ternura y compasión.
En el caso de San Pedro, Dios tomó la naturaleza apasionada del apóstol y la aprovechó para edificar su Iglesia. Después de la pesca milagrosa, Pedro cayó de rodillas y exclamó: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (Lucas 5, 8). Era una declaración rabiosa e imprudente de Pedro, en que le pedía a Jesús que lo dejara en paz en sus pecados. Pero, por supuesto, Jesús no lo haría de ninguna manera, y en lugar de eso le prometió a Pedro que dedicaría toda aquella pasión a ser “pescador de hombres.” Una y otra vez, Pedro siguió mostrándose como un hombre osado e impaciente por hacer todo lo que le parecía correcto.
Luego, llegado al Domingo de Pentecostés, Pedro se llenó del Espíritu Santo y demostró lo que podía ser su pasión una vez colocada bajo la guía de la gracia de Dios. Con palabras enérgicas y una convicción profunda, proclamó a Cristo resucitado, a raíz de lo cual unas tres mil personas se arrepintieron, se hicieron bautizar y se entregaron de corazón al Señor (Hechos 2, 40-41).
Posteriormente, una y otra vez vemos en los Hechos de los Apóstoles que Pedro se dedicó a predicar el Evangelio con todas sus energías y a propagar la Iglesia. La gracia reorientó el entusiasmo, la convicción y las emociones de Pedro, de modo que el apóstol no se convirtió en una persona pasiva en absoluto; por el contrario, lo hizo más seguro y más decidido a cumplir aquello que había prometido hacer. Luego, la gracia de Dios formó a Pedro, lo santificó, lo elevó y lo renovó, y así le hizo llegar a ser la mejor persona que él mismo podía ser.
Divinizados por la gracia. Pero no era suficiente que Pedro llegara a ser una persona mejor o más agradable. Lo que Dios hizo en su vida fue mucho más que eso. El Señor divinizó a Pedro. Esta idea de la divinización pareciera un concepto tomado de la Nueva Era, pero en realidad es tan antigua como la Iglesia primitiva. Atanasio, un obispo del siglo IV, escribió que “el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios,” como también lo había dicho San Pedro, en su segunda carta, versículo 4.
Del mismo modo, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino dijo: “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres.” Y hasta hoy, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “El Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina” (CIC, 460).
Todos estos mensajes teológicos señalan el objetivo más alto que Dios tiene para nosotros: Que Jesús se hizo un hombre como nosotros en todo excepto en el pecado, para que nosotros llegáramos a ser como él en todo.
La divinización no es algo que está reservado sólo para algunos santos especiales y no es algo tan “espiritual” que nos lleve a ser místicos de mirada soñadora. Divinización es la palabra que usamos para expresar que la gracia de Dios nos hace cada vez más como Cristo en nuestra misma naturaleza. Mediante la divinización, nos revestimos de la personalidad de Jesús, sus pensamientos, sus sueños y sus deseos. Si cooperamos con la gracia de Dios, llegaremos a ser más cariñosos, mejor dispuestos a entregarnos a Dios y al prójimo, más misericordiosos y más atentos a los clamores de los pobres y olvidados. En resumen, llegamos a ser Cristo en el mundo.
Esto lo vemos en la vida de San Pedro, puesto que la gracia de Dios no se limitó sólo a inspirar sus buenos atributos, sino que la gracia actuó como el cincel de un escultor, suavizando los bordes ásperos de su personalidad. Así fue como, aquel hombre que una vez le cortó la oreja a un adversario, poco a poco se fue convirtiendo en un hombre que dio la bienvenida en la Iglesia, con generosidad y humildad, a sus antiguos enemigos, los gentiles (Juan 18, 10; Hechos 10, 34-49). Aquel hombre que en cierta ocasión lo único que quería era quedarse en el Monte de la Transfiguración y disfrutar de la gloria de Jesús, pasó a ser un hombre que dio su propia vida por el Evangelio, imitando a Jesús (Lucas 9, 32-35; Juan 21, 18-19).
Encuentro con Cristo, aceptación de la gracia. Es claramente comprensible que esta clase de transformación no es algo que podamos hacer por nuestra sola fuerza de voluntad; no se puede hacer sólo leyendo relatos de otras personas que han recibido de buena gana la gracia de Dios, aunque es cierto que mientras más aprendemos sobre otra gente, más nos animamos nosotros. En realidad, al igual que Pedro, lo que tenemos que hacer es aprender a conocer a Cristo. Tenemos que encontrarnos con Jesús y dejar que ese encuentro moldee nuestro corazón y mente, guíe nuestras acciones e ilumine nuestros razonamientos.
Cuando un hombre y una mujer se enamoran, es porque han pasado tiempo juntos y han llegado a conocerse bien. Su atracción inicial crece y se convierte en algo más maduro y vivificante, cuando cada uno va conociendo las virtudes y deficiencias del otro y aquello que a cada uno le gusta y le disgusta. Este amor consciente se hace más profundo y va madurando cuando ellos se deciden a cuidarse mutuamente, dejando de lado las preferencias egocéntricas con el propósito de demostrarse amor y ocuparse del bienestar recíproco, llegando normalmente al matrimonio. Así, el tiempo que han pasado juntos ha dado un fruto maravilloso.
Podría decirse que algo similar es lo que sucede en nuestra vida con Cristo. Si queremos recibir su gracia, que es capaz de cambiarnos, tenemos que dedicar tiempo a conocerlo bien. Es preciso enterarse de cómo piensa, qué es lo que le gusta y lo que le disgusta. Tenemos que llegar a conocer los deseos más profundos de su corazón. Ahora bien, ¿cómo vamos a reconocer la gracia qué él nos ofrece tan generosamente?
Rezar y perseverar. ¿Cómo se llega a conocer a Jesús? Por supuesto, la primera respuesta y la más obvia es pasar tiempo con el Señor, tanto en la oración personal como en la adoración eucarística, la Misa o el estudio de la Sagrada Escritura. De esta forma uno puede llegar a percibir los efectos de la misericordia del Señor, su bondad y su amor. Pídale que le ayude a entender mejor quién es Cristo, y aquiete su corazón para que pueda recibir sus respuestas. También, procure reconocer al Señor en las personas que usted tiene a su lado, especialmente bajo el “doloroso disfraz de los pobres,” como lo decía la Madre Teresa.
Pero San Pedro nos ayuda a entender otro camino para conocer mejor al Señor, y es el de la perseverancia. Como ya lo dijimos, probablemente Pedro recibió más palabras de reprimenda y corrección que cualquier otro discípulo, pero nunca se rindió; nunca pensó que era incapaz o indigno y nunca se desalentó. Su amor a Jesús —y el amor de Jesús a él— lo mantuvieron fiel, aun cuando no fue fácil seguir adelante.
Querido hermano, si tú y yo adoptamos la misma actitud de Pedro, veremos que el Espíritu Santo hace brillar su luz en nuestro interior, nos muestra el corazón de Jesús y nos ayuda a descubrir su gracia. La vida del discipulado no siempre es fácil, pero como el mismo Pedro lo dijo: “¿A quién iremos?” Todos sabemos que nadie más que Jesús tiene “palabras de vida eterna” (Juan 6, 68); sólo él tiene la gracia de fortalecernos y hacernos entrar en lo divino.
Dos propósitos. Entonces, tomemos dos decisiones nuevas para este Año Nuevo. Primero, digámosle al Señor: “Amado Jesús, te pido que tu gracia perfeccione mi naturaleza.” Luego, digámosle: “Señor, quiero recibir tu gracia, para que me transforme más en tu imagen. Señor, ayúdame a seguir los pasos de Pedro por el mismo camino que él siguió y moldéame según tu imagen.” Si durante el año recordamos y repetimos con frecuencia estos dos propósitos, ¡el cambio que veremos en nuestra vida será impresionante!
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