miércoles, 13 de enero de 2016

Meditación: Marcos 1, 29-39

Los habitantes de Cafarnaúm conocían de sobra el pecado, la enfermedad y la agobiante sensación de desánimo que había en la humanidad. Cierto día Jesús llegó y proclamó la venida del Reino de Dios, haciendo visible su presencia por sus acciones y palabras y poniendo su poder al alcance de todos. La autoridad absoluta con la que Jesús curaba a los enfermos y expulsaba a los espíritus malignos dejaba a la vista la inmensa misericordia de Dios, e inauguraba de ese modo la era de la salvación. Para los que respondían con fe, el Reino vino a ser una experiencia personal que les permitía vislumbrar la gloriosa transformación de toda la creación que habría al final de los tiempos.

El entendimiento que tenían los discípulos acerca de la verdadera naturaleza de Jesús era limitado; con todo, fue suficiente para moverlos a confiarle su preocupación por la suegra de Simón que se encontraba con fiebre. Jesús respondió sin demora y la fiebre cedió ante su toque sanador. Jesús vino como Señor para traer la salvación y hacer revivir a todos los que estaban postrados bajo la enfermedad del pecado, vale decir, prácticamente toda la humanidad. Así, incorporados a la vida nueva, todos estamos llamados a servir en la edificación del Reino de los cielos.

Al final de un día de curaciones y exorcismos, Jesús impedía que los demonios hablaran, porque ellos sabían quién era. Se apartó de la multitud, pero los discípulos no lograban reconocer su identidad de Mesías. Este fue el comienzo del “secreto mesiánico.”

Muchos se sentían maravillados con el nuevo obrador de milagros, pero no discernían la naturaleza de su misión. En la oración, Cristo recibía fuerzas para cumplir la voluntad de su Padre y no ceder a las exigencias de la multitud, que deseaba ver a un Mesías que se ajustara a sus propias ideas preconcebidas. Los que aprendieron a aceptarlo como el Siervo sufriente, Hijo del hombre, humillado en la cruz y resucitado victorioso por encima del pecado, pudieron proclamarlo como Mesías. ¿Lo has reconocido tú, querido lector, y proclamado como Señor de tu vida?
“Padre eterno, te suplico que el Espíritu Santo me permita conocer quién es realmente Jesús. Señor mío Jesucristo, renueva y sana mi espíritu quebrantado, y ayúdame a aceptar dócilmente tu poder sanador y transformador.”

fuente: Devocionario Catolico La Palabra con nosotros

No hay comentarios:

Publicar un comentario