Así había sucedido; habiéndose purificado los hombres, el sacerdote les dio de ese pan a David y éste lo repartió a sus compañeros. Jesús utilizó este ejemplo para demostrar que “El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27).
Jesús indicaba que algunas prohibiciones del día de reposo eran demasiado exigentes, y que, siendo realistas, no podía esperarse que los seres humanos las cumplieran todas. Pero al relatar la historia de David y sus hombres, Jesús también decía algo sobre lo que Dios ha hecho para nosotros: que nos dio el sábado para que descansáramos y renováramos las fuerzas. Según se dice, el pan ácimo de la antigüedad, es decir, el pan de la Pascua judía, era sin levadura, tal como las hostias de nuestra Eucaristía.
David y sus compañeros no eran distintos de nosotros. Cuando nos sentimos agotados por la travesía de la vida, Jesús nos provee comida y reposo mediante el regalo de su Cuerpo y su Sangre: “Y el pan que yo les voy a dar —nos dice—es mi carne para que el mundo tenga vida” (Juan 6, 51). La Eucaristía, el pan consagrado de la presencia de Cristo, es lo que nos sustenta en la semana, en toda nuestra vida y en la eternidad. Es algo que no nos puede faltar.
El domingo debe ser un día de reposo, y en la Eucaristía, Dios nos ofrece ese reposo. Pero no es un descanso meramente físico. Es la presencia divina que renueva el alma cuando la lucha contra las tentaciones y la incredulidad nos deja agotados. Es el descanso para el corazón cuando la llamada a amar a nuestros enemigos nos deja desgastados. Es la fortaleza para la voluntad cuando tendemos a ceder a la corriente del mundo y dejarnos llevar. La Eucaristía es aquel “lugar secreto” en el que uno puede encontrarse con Cristo y refugiarse en él. ¡Qué regalo tan maravilloso!
“Señor mío Jesucristo, ¡me encanta recibirte en la Eucaristía! No hay nada mejor que experimentar tu presencia. ¡No permitas que nunca deje de darte gracias por tan magnífica bendición!”
Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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