¿QUÉ HACER PARA
EXPERIMENTAR EL MILAGRO?
Parte XXX
Veamos
ahora lo que más nos interesa en este libro. Llegó el momento que con ansiedad
esperábamos. ¿Qué debemos hacer nosotros
para experimentar también la fuerza de ese poder transformador? Es el
momento de abrir el corazón a la posibilidad de que algo nuevo y formidable
acontezca no solo en la vida de otros, sino también en nosotros. ¿Qué deseamos
que Dios haga en nuestra vida? ¿Qué esperamos recibir de sus manos? ¿El carisma
de hacer milagros? Eso no depende de nosotros. Queremos, antes que cualquier
otra cosa, hacer la experiencia de ser revestidos de la fuerza de lo alto como
Jesús lo prometió (cfr. Lc 24,49) El poder del Espíritu Santo va mucho más allá
de manifestar señales y operar prodigios. Cuando el Señor concede a alguien la
gracia de sufrir decía San Juan Crisóstomo, le hace un bien mayor a que se le
diese el poder de resucitar los muertos. Esto porque el hombre que hace
milagros se vuelve deudor de Dios, pero en el sufrimiento Dios se vuelve deudor
del hombre. Los milagros son como
aquellos estallidos que el fuego causa en la madera, haciendo explotar centenas
de pequeñas chispas. Antes de la chispa el fuego ya ardía allí y después de
ellas todavía continuará quemando. El
fuego del Espíritu ya arde en la leña de nuestra vida. De vez en cuando,
conforme la necesidad, delante de algún obstáculo, de alguna dificultad, el se
manifestará en nosotros de una manera vibrante y extraordinaria, para seguir
ardiendo, calentando e iluminando todo nuestro ser. Los hombres y las mujeres de hoy tienen necesidad de personas
inflamadas con el Espíritu Santo y que carguen consigo la autenticidad, la
fuerza y la firmeza que resplandecían de las palabras y de las obras de Jesús.
Admirados, preguntaban entre sí: ¿quién es este hombre? ¿De dónde saca ese
poder? ¿Qué obras son esas? Cuando Jesús hablaba, o tocaba una persona, algo bueno
siempre acontecía: los dolientes sanaban, la depresión era vencida, el poder
del mal era destruido y el diablo expulsado. Eso porque Él nada hacía sin el poder de Dios. Sus palabras estaban cargadas
de salvación. Es eso lo que necesitamos para actuar en nuestra familia, trabajo
y comunidad: unción, fuerza y eficacia sobrenaturales. Nada mejor que el día a
día al lado de las personas más cercanas de nosotros para revelar nuestras
fragilidades y limitaciones. Fue a nosotros, pecadores y necesitados, que el
Señor prometió revestir con su poder: “Descenderá sobre ustedes el Espíritu
Santo y les dará la fuerza” (Hechos 1,8) Si
esta fuerza nos falta es porque no quisimos contar con ella. La elección
está en nuestras manos. Podemos optar por buscar amparo en nosotros mismos o en
alguien semejante a nosotros, sabiendo que somos limitados y erramos. O podemos
llegarnos a Dios por la fe y abastecernos de su poder que nunca falla y jamás
se agota. Además, cuanto más usamos esas fuerzas, más las tendremos a nuestra
disposición. Después de hecho ese descubrimiento, Zacarías, el profeta
declaraba que no es por la fuerza del brazo, ni con el poder humano que se
puede deshacer las estructuras del mal ni vencer los problemas que se
amontonan, sino por el Espíritu del Señor (cfr. Zac 4,6) Moveremos cielo y tierra
si aprendemos, en todo lo que vamos a hacer, a actuar por el poder que viene de
Dios, y no por la propia fuerza. Así, nuestras
palabras, gestos, actitudes, serán la mayor prueba de que Jesús vive y actúa en
nosotros (cfr. Gal 2,20) La única cosa que podemos hacer para ser
alcanzados por esta gracia es lo mismo que hace aquella mujer con hemorragia
(cfr. Mt. 9,20) Es aproximarnos humildemente a Jesús, y aunque sintiéndonos
indignos, tocarlo. La mujer hemorroísa, frágil y doliente, extendió su mano y,
al tocar las vestiduras de Jesús, recibió de él un choque que cauterizó su
herida y encendió su fe. Jesús dijo que ella fue curada porque entró en ella
una fuerza que salió de él. Toda fuerza
que sale de Jesús es siempre el Espíritu Santo. ¿Cuándo el Espíritu Santo
entra en el corazón de una persona? Cuando esa misma persona, reconociendo que
sólo Dios puede ayudarla, entrega a Él su voluntad y consciente en obedecerlo. El milagro sucede cuando la voluntad de
quien reza se pone de acuerdo con la voluntad de Dios. Existe una manera
espiritual de ser tocados por Jesús para recibir de él poder, manera ésta muy
superior a tocarle la mano. Quien tiene fe toca a Cristo. Recibe el Espíritu
Santo y es por él recibido quien cree, quien se rinde a él, confiándose sin
reservas a la ternura de su amor. La
mano que Dios extiende para tocarnos es el Espíritu Santo, la mano que nosotros
extendemos para tocar a Dios es la fe. En este libro, el Espíritu Santo nos
hace avanzar por un camino de renovación interior, esperanza y fe. Para ir más
allá y alcanzar nuestro objetivo, debemos dejar que el Espíritu Santo nos
conduzca a intentar una vez más donde ya habíamos desistido. Debemos creer que
algo va a cambiar en nuestra vida de este momento en adelante, y que no es
verdad que las cosas continuarán siendo las mismas como han sido todos esos
años hasta ahora. Creer es confiar que, esta vez, repito, esta vez, será
diferente, aunque hayas creído mil veces y te hayas engañado en todas ellas.
Puede
ser que algún tiempo atrás hayas creído e intentado cambiar algo en tu vida y,
en la medida en que insistías, tus fuerzas se iban extinguiendo sin que nada
sucediese a tu favor. Pero, cree: si a pesar de todo te mantienes firme,
tocarás el corazón de Jesús, que correrá en tu auxilio. Cuando Dios ve que una persona continua luchando aún cuando todos ya se
desengañaron, El hace que Su gracia sea de hecho una fuerza increíble. Aunque
parezca que no ha tenido ningún efecto, ningún momento en que has confiado en
Dios es desperdiciado o inútil – si has confiado con sinceridad. Dios ve tu fe
y acompaña tu lucha. En la hora correcta, El intervendrá y va a hacer valer
todas las veces que has confiado, creído y te has levantado de tus caídas como
si nadie pudiese convencerte de desistir. Aquel que persevera hasta el fin
reinará victorioso (cfr. 2 Tim 2,12) Necesitamos
creer que no existe montaña tan grande, dolencia tan grave o problema tan
difícil que no pueda ser arrancado y tirado al mar cuando Dios así lo quiere.
El mismo Jesús que caminó sobre las aguas, multiplicó lo que era poco, aniquiló
los estragos de la enfermedad, hizo la muerte volver atrás y después la venció
de una vez por todas puede liberarnos de cualquier cosa, arrancarnos de
cualquier estado de prisión espiritual y de muerte, puede devolvernos la vida
perdida y curar las relaciones quebradas. Puede decirnos como aquel
leproso, y de verdad todavía lo dice: “Yo quiero, sé purificado de tus
dolencias incurables y de la enfermedad de tu pecado. Yo quiero tu felicidad.
Quiero tu salvación. Y pagué alto por obtenerla. Tu cuenta ya está paga. Solo
te falta tomar posesión por la fe. Poséela. Disfruta. Haz valer lo que conquisté para ti”
(cfr. Lc 5,13)
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