domingo, 10 de enero de 2016

¿QUÉ HACER PARA EXPERIMENTAR EL MILAGRO?


¿QUÉ HACER PARA EXPERIMENTAR EL MILAGRO?
Parte XXX

Veamos ahora lo que más nos interesa en este libro. Llegó el momento que con ansiedad esperábamos. ¿Qué debemos hacer nosotros para experimentar también la fuerza de ese poder transformador? Es el momento de abrir el corazón a la posibilidad de que algo nuevo y formidable acontezca no solo en la vida de otros, sino también en nosotros. ¿Qué deseamos que Dios haga en nuestra vida? ¿Qué esperamos recibir de sus manos? ¿El carisma de hacer milagros? Eso no depende de nosotros. Queremos, antes que cualquier otra cosa, hacer la experiencia de ser revestidos de la fuerza de lo alto como Jesús lo prometió (cfr. Lc 24,49) El poder del Espíritu Santo va mucho más allá de manifestar señales y operar prodigios. Cuando el Señor concede a alguien la gracia de sufrir decía San Juan Crisóstomo, le hace un bien mayor a que se le diese el poder de resucitar los muertos. Esto porque el hombre que hace milagros se vuelve deudor de Dios, pero en el sufrimiento Dios se vuelve deudor del hombre. Los milagros son como aquellos estallidos que el fuego causa en la madera, haciendo explotar centenas de pequeñas chispas. Antes de la chispa el fuego ya ardía allí y después de ellas todavía continuará quemando. El fuego del Espíritu ya arde en la leña de nuestra vida. De vez en cuando, conforme la necesidad, delante de algún obstáculo, de alguna dificultad, el se manifestará en nosotros de una manera vibrante y extraordinaria, para seguir ardiendo, calentando e iluminando todo nuestro ser. Los hombres y las mujeres de hoy tienen necesidad de personas inflamadas con el Espíritu Santo y que carguen consigo la autenticidad, la fuerza y la firmeza que resplandecían de las palabras y de las obras de Jesús. Admirados, preguntaban entre sí: ¿quién es este hombre? ¿De dónde saca ese poder? ¿Qué obras son esas? Cuando Jesús hablaba, o tocaba una persona, algo bueno siempre acontecía: los dolientes sanaban, la depresión era vencida, el poder del mal era destruido y el diablo expulsado. Eso porque Él nada hacía sin el poder de Dios. Sus palabras estaban cargadas de salvación. Es eso lo que necesitamos para actuar en nuestra familia, trabajo y comunidad: unción, fuerza y eficacia sobrenaturales. Nada mejor que el día a día al lado de las personas más cercanas de nosotros para revelar nuestras fragilidades y limitaciones. Fue a nosotros, pecadores y necesitados, que el Señor prometió revestir con su poder: “Descenderá sobre ustedes el Espíritu Santo y les dará la fuerza” (Hechos 1,8) Si esta fuerza nos falta es porque no quisimos contar con ella. La elección está en nuestras manos. Podemos optar por buscar amparo en nosotros mismos o en alguien semejante a nosotros, sabiendo que somos limitados y erramos. O podemos llegarnos a Dios por la fe y abastecernos de su poder que nunca falla y jamás se agota. Además, cuanto más usamos esas fuerzas, más las tendremos a nuestra disposición. Después de hecho ese descubrimiento, Zacarías, el profeta declaraba que no es por la fuerza del brazo, ni con el poder humano que se puede deshacer las estructuras del mal ni vencer los problemas que se amontonan, sino por el Espíritu del Señor (cfr. Zac 4,6) Moveremos cielo y tierra si aprendemos, en todo lo que vamos a hacer, a actuar por el poder que viene de Dios, y no por la propia fuerza. Así, nuestras palabras, gestos, actitudes, serán la mayor prueba de que Jesús vive y actúa en nosotros (cfr. Gal 2,20) La única cosa que podemos hacer para ser alcanzados por esta gracia es lo mismo que hace aquella mujer con hemorragia (cfr. Mt. 9,20) Es aproximarnos humildemente a Jesús, y aunque sintiéndonos indignos, tocarlo. La mujer hemorroísa, frágil y doliente, extendió su mano y, al tocar las vestiduras de Jesús, recibió de él un choque que cauterizó su herida y encendió su fe. Jesús dijo que ella fue curada porque entró en ella una fuerza que salió de él. Toda fuerza que sale de Jesús es siempre el Espíritu Santo. ¿Cuándo el Espíritu Santo entra en el corazón de una persona? Cuando esa misma persona, reconociendo que sólo Dios puede ayudarla, entrega a Él su voluntad y consciente en obedecerlo. El milagro sucede cuando la voluntad de quien reza se pone de acuerdo con la voluntad de Dios. Existe una manera espiritual de ser tocados por Jesús para recibir de él poder, manera ésta muy superior a tocarle la mano. Quien tiene fe toca a Cristo. Recibe el Espíritu Santo y es por él recibido quien cree, quien se rinde a él, confiándose sin reservas a la ternura de su amor. La mano que Dios extiende para tocarnos es el Espíritu Santo, la mano que nosotros extendemos para tocar a Dios es la fe. En este libro, el Espíritu Santo nos hace avanzar por un camino de renovación interior, esperanza y fe. Para ir más allá y alcanzar nuestro objetivo, debemos dejar que el Espíritu Santo nos conduzca a intentar una vez más donde ya habíamos desistido. Debemos creer que algo va a cambiar en nuestra vida de este momento en adelante, y que no es verdad que las cosas continuarán siendo las mismas como han sido todos esos años hasta ahora. Creer es confiar que, esta vez, repito, esta vez, será diferente, aunque hayas creído mil veces y te hayas engañado en todas ellas.


Puede ser que algún tiempo atrás hayas creído e intentado cambiar algo en tu vida y, en la medida en que insistías, tus fuerzas se iban extinguiendo sin que nada sucediese a tu favor. Pero, cree: si a pesar de todo te mantienes firme, tocarás el corazón de Jesús, que correrá en tu auxilio. Cuando Dios ve que una persona continua luchando aún cuando todos ya se desengañaron, El hace que Su gracia sea de hecho una fuerza increíble. Aunque parezca que no ha tenido ningún efecto, ningún momento en que has confiado en Dios es desperdiciado o inútil – si has confiado con sinceridad. Dios ve tu fe y acompaña tu lucha. En la hora correcta, El intervendrá y va a hacer valer todas las veces que has confiado, creído y te has levantado de tus caídas como si nadie pudiese convencerte de desistir. Aquel que persevera hasta el fin reinará victorioso (cfr. 2 Tim 2,12) Necesitamos creer que no existe montaña tan grande, dolencia tan grave o problema tan difícil que no pueda ser arrancado y tirado al mar cuando Dios así lo quiere. El mismo Jesús que caminó sobre las aguas, multiplicó lo que era poco, aniquiló los estragos de la enfermedad, hizo la muerte volver atrás y después la venció de una vez por todas puede liberarnos de cualquier cosa, arrancarnos de cualquier estado de prisión espiritual y de muerte, puede devolvernos la vida perdida y curar las relaciones quebradas. Puede decirnos como aquel leproso, y de verdad todavía lo dice: “Yo quiero, sé purificado de tus dolencias incurables y de la enfermedad de tu pecado. Yo quiero tu felicidad. Quiero tu salvación. Y pagué alto por obtenerla. Tu cuenta ya está paga. Solo te falta tomar posesión por la fe. Poséela. Disfruta. Haz valer lo que conquisté para ti” (cfr. Lc 5,13)

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