En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia". Jesús le respondió: "Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?". Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas". Les dijo entonces una parábola: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'. Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'. Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos amigos:
“Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”: es la oración del Salmo sapiencial 90,12. Al hombre de la parábola lo apostrofa Dios tachándolo de necio, de hombre falto de sensatez. No había sabido calcular sus años.
En efecto, se prometía una vida larga y solo le quedaban escasas horas. Esto daba al traste con todos sus planes. No reparaba en que hay factores que, a pesar de nuestros cálculos y previsiones, no podemos controlar: un virus, un cáncer no detectado a tiempo, un accidente, un conflicto armado, una grave crisis económica, cualquier “bala perdida” que inesperadamente te alcanza, pueden dar al traste con todos tus proyectos. De golpe, quedan reducidos a cálculos ilusorios; una realidad desconsiderada e inmisericorde los pulveriza.
En este tiempo somos muy dados a estadísticas y cálculos. Conocemos la esperanza de vida de mujeres y de varones, de los habitantes de países ricos y de los de países pobres; incluso se ha puesto de relieve últimamente que los vecinos de barrios ricos de las grandes capitales tienen una media de vida superior a la de los vecinos de los suburbios. La Organización Mundial de la Salud informa, p.ej., que un niño de Calton, un suburbio de Escocia, vivirá unos 54 años; otro nacido a pocos kilómetros, en el barrio rico de Lenzie, vivirá 82. La diferencia es apreciable, nada menos que un tercio, aunque no deja de ser cierto que la duración de la vida no es en absoluto proporcional a las riquezas.
Y parece que la necedad de aquel hacendado tenía otra manifestación. Podemos recordar un nuevo salmo, también sapiencial: “el hombre rico e inconsciente es como un animal que perece” (Sal 49,21). La cosecha era al fin y al cabo don de Dios. Y este hombre podía haberse enriquecido ante Dios. El tercer evangelio es muy sensible a esta perspectiva: la buena noticia consiste en que los bienes efímeros, que no garantizan ninguna longevidad en el tiempo presente, nos permiten heredar años sin término cabe Dios. ¿Cómo conseguir ese extraño milagro? Muy sencillo: poniendo los bienes al servicio del niño de Calton, que podrá vivir con más dignidad y gozo el tiempo presente, quizá acortará distancias en su esperanza de vida y, en todo caso, habrá conocido la experiencia del don y de la justicia del Reino de Dios. Y como el Dios de Jesús es un experto en canjes entre lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno, por esos bienes que compartes te da bonos de eternidad.
Con mi saludo
Pablo Largo
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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