Evangelio según San Lucas 21,20-28
Jesús dijo a sus discípulos:
"Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está próxima.
Los que estén en Judea, que se refugien en las montañas; los que estén dentro de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no vuelvan a ella.
Porque serán días de escarmiento, en que todo lo que está escrito deberá cumplirse.
¡Ay de las que estén embarazadas o tengan niños de pecho en aquellos días! Será grande la desgracia de este país y la ira de Dios pesará sobre este pueblo.
Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que el tiempo de los paganos llegue a su cumplimiento.
Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas.
Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán.
Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria.
Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Continuamos con el género apocalíptico de todos los días de esta semana, género aparentemente truculento y aterrador. En nuestro lenguaje habitual designamos como apocalíptico lo terrible y pavoroso; pero esto es un gran error. La palabra apocalipsis significa sencillamente revelación, y el género apocalíptico revela el sentido y el desenlace de la historia, convirtiéndose en un género de consolación. Este tipo de literatura se cultiva en Israel precisamente en épocas de gran tribulación, y el apocalipsis del Nuevo Testamento surge también como respuesta a las persecuciones del imperio romano que pretendían eliminan a los creyentes porque se negaban a practicar los cultos imperiales y confesaban que sólo Jesús se merece el título de Rey, que es el Rey de Reyes y Señor de Señores (Ap 19,16).
Hoy los textos subrayan fundamentalmente el señorío de Dios sobre la historia y sobre la creación: la guerra judeo-romana y los cataclismos cósmico-astrales no suceden al margen del plan divino. A pesar de tanto desorden y confusión, el Hijo del Hombre está sobre la nube, lleno de poder y de gloria. Viene como juez de la historia, pero como juez de misericordia, de modo que los creyentes se sienten libres de toda opresión y pueden andar “con la cabeza alta”.
Para nosotros, el lenguaje apocalíptico tiene otras posibilidades de aprovechamiento. Los cataclismos cósmicos y las tribulaciones bélicas son la metáfora del surgir de un cosmos nuevo y de una sociedad diferente, de un nuevo nacimiento a gran escala. San Pablo daba por hecho que esto, en parte, ya había sucedido en los creyentes, que el bautismo los había hecho pasar por un proceso de muerte-resurrección, de modo que “el que está en Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado, todo es nuevo” (2Cor 5,17).
Desde la desmitologización de la biblia y su interpretación existencial, tan en boga hace pocas décadas y, en algunos aspectos, nada despreciable, volvemos a creer y desear un “fin del mundo” para nosotros: la superación de miserias, inautenticidades, tendencias pecaminosas… y el surgir de una sensibilidad diferente y unos ojos nuevos para contemplar la historia, el mundo, los hermanos y a nosotros mismos como nuevas criaturas.
Nos faltan sólo tres días para iniciar el Adviento, ese llamado “tiempo fuerte” de la liturgia, con su reiterativa invitación a dejar que Dios nos haga nacer de nuevo. Sería un proceso semejante al de la semilla que se descompone y brota lozana y pujante. Un gran poeta, contemplando a un sembrador, experimentó en su interior ese deseo:
“Lento, el arado, paralelamente, / abría el haza oscura, y la sencilla /
mano abierta dejaba la semilla/ en su entraña partida honradamente. /
Pensé arrancarme el corazón, y echarlo, / pleno de su sentir alto y profundo, /
al ancho surco del terruño tierno;/
a ver si con romperlo y con sembrarlo, / la primavera le mostraba al mundo /
el árbol puro del amor eterno” (J. Ramón Jiménez).
Nuestro hermano en la fe
Severiano Blanco cmf
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