Jesús exclamó: "El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió.Y el que me ve, ve al que me envió.Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas.Al que escucha mis palabras y no las cumple, yo no lo juzgo, porque no vine a juzgar al mundo, sino a salvarlo.El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he anunciado es la que lo juzgará en el último día.Porque yo no hablé por mí mismo: el Padre que me ha enviado me ordenó lo que debía decir y anunciar;y yo sé que su mandato es Vida eterna. Las palabras que digo, las digo como el Padre me lo ordenó".
La luz de la Palabra y la misión de la Iglesia
Las palabras de Jesús que hemos escuchado en el Evangelio de hoy son las últimas de su actividad pública, y concluyen el “libro de los signos”, que dan paso a la Pasión, precedida por el largo relato de la última cena. Esas palabras de hoy suenan como una seria advertencia: no son palabras cualesquiera, sino que en ellas el mismo Dios Padre se dirige a nosotros. Lo hace para darnos luz, para salvarnos de las tinieblas, esto es, para darnos vida. Pero si no se acogen, los mismos que las rechazan se hacen culpables y se condenan a sí mismos. Jesús vuelve a repetir, como le dijo a Nicodemo: que no ha venido a condenar al mundo, sino para salvarlo. Pero la salvación no se puede imponer, requiere de la cooperación humana, a la que Dios llama por medio de Cristo. Dios, por medio de su Palabra, apela a nuestra libertad, al tiempo que ilumina nuestro espíritu para que podamos entenderla y acogerla. Pero esto último depende de nosotros. Es decir, la acción salvífica de Dios no elimina la responsabilidad humana, sino que la supone (al tiempo que la sana, iluminándola).
Esta combinación de gracia y libertad responsable preside también la misión de la Iglesia. La comunidad de Antioquía es un hervidero de carismas y actividades. Se ve que la Palabra actúa a pleno rendimiento. Esto genera un diálogo vivo con esa Palabra que debe ser discernida por medio de la oración y el ayuno. La consecuencia es la apertura universal de la misión. La comunidad prescinde de sus mejores elementos para que el Evangelio trascienda todas la fronteras. Una comunidad cristiana viva no puede no ser una comunidad generosa y misionera.
Cordialmente
José M. Vegas CMF
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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