Precisamente, porque
reproducir en nosotros la vida de la Trinidad puede malograrse por el pecado,
toda la Escritura, muy especialmente el Nuevo Testamento, describe la vida del
hombre como una lucha. En ella no será posible vencer sin la ayuda del Espíritu
Santo.
Pablo y Juan son quienes con mayor
insistencia y dramatismo han
descrito este vivir cristiano, que oscila entre la tentación y la paz,
la dicha y la tranquilidad, el gozo y el sufrimiento por el Reino de los
Cielos. Pero siempre se ve alentado por la esperanza, no defraudada, de la
ayuda divina pedida humildemente por la oración (ljn 2,15-17; 4,4-6; 5,4-5;
ICor 9,24-27; ITim 6,12; 2Tim 4,7-8).
Este drama doloroso que se presenta en la vida del
cristiano, a veces con aristas muy agudas, le muestra que su vida en Cristo se
ve asediada de peligros, expuesta a perecer o a de tenerse en su florecimiento
y profundización. Pero la visión real de los
riesgos no debe llevar al cristiano al desaliento, sino a una humilde y filial
confianza en el Señor cuyo poder supera las fuerzas del mal y cuya ayuda se le
promete. A ella debe cooperar con un esfuerzo comprometido.
No es, por lo tanto, una
insuficiencia trágica la que gravita sobre el cristiano. Posee una capacidad
indiscutible para superar la triple fuerza que se opone en su camino hacia
Cristo (Rom 7,24-25; Jn 16,33; Mt 12,29). Y una prueba manifiesta de su poder
es que el Espíritu Santo ruega, en el cristiano y por el cristiano, con gemidos
inenarrables, al Padre (Rom 8,12-27). Por eso, aun con la conciencia del poder
enemigo, vive en la paz serena del que se siente protegido y capaz de superar
todos los peligros. Para él, la salvación, el crecimiento en Cristo la
existencia según la vida trinitaria, son objeto de esperanza (Rom 8,24).
El concilio Vaticano II
ha tocado el tema con una realidad profundamente alentadora. La vida cristiana
-resumimos su doctrina- se va desarrollando progresivamente en medio de
tentaciones y tribulaciones; tiene necesidad de renovarse continuamente con la
ayuda de la gracia de Dios. Pero ésta nunca falta al cristiano. Más aún, todos
y cada uno estamos llamados a la perfección, y para ello contamos con la ayuda
misericordiosa y abundante del Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo.
Siendo, por lo tanto,
nuestra condición terrena imperfecta, somos, no obstante, invitados a
perfeccionarnos en Cristo Jesús, de cara a la perfección escatológica o
definitiva en la otra vida, en el mismo Jesucristo.
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