A la luz del Evangelio y recordando la peculiar insistencia de San Pablo, la vida cristiana debe ser considerada como una progresiva unión y crecimiento en Cristo (Cfr Ef 4,15).
De otro modo, partiendo de los efectos fundamentales del Bautismo, tal como nos lo dice la Carta a los Romanos, Dios Padre nos eleva al estado de hijos amándonos en su Hijo encarnado, al que quiere hacer el primogénito de entre muchos hermanos (Cfr Rom 8,27-29). Así que el Padre nos hace hijos suyos dándonos el Espíritu Santo, que rinde testimonio de nuestra filiación haciéndonos invocar: Abba, ¡Padre!
Entramos, pues, en comunión con el Padre por el Hijo, injertándonos en El con el poder del Espíritu. Recibimos al Espíritu Santo, enviado por el Padre a ruegos del Hijo que intercede. (Cfr. Jn 14,1 ó).
De manera que la vida cristiana debe ser, en virtud de su realidad más intima, realizar la vida trinitaria o llenar las exigencias que brotan del Bautismo. Se trata, por lo tanto, de vivir una vida de obediencia y amor al Padre, de una relación personal con Cristo a cuya humanidad resucitada nos une el Espíritu Santo, de vivir la docilidad de las iluminaciones y mociones del Espíritu, cuya función primordial es conducirnos a la "plenitud del Hijo", Cristo Jesús.
Por eso, las expresiones paulinas: "En Cristo, por Cristo, hacia Cristo" en el Espíritu Santo resultan expresiones densas y acuciantes que pudieran resumir todo el vivir del cristiano.
p. Benigno Juanes
Las 11 tentaciones de los servidores
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