San Luis Gonzaga, religioso
No hay duda de que hacer el bien y ser justo es esencial para la vida espiritual. En el Antiguo Testamento encontramos muchos pasajes sobre este tema: “Felices los que practican la justicia y hacen siempre lo que es justo” (Salmo 106, 3; véase también Proverbios 10, 2).
Jesús, que conoce el corazón humano, sabe que muchas veces hacemos buenas obras tratando, al menos en parte, de buscar atención, el respeto de los demás y engrandecer nuestro propio ego. Pero Cristo declaró que las obras de auténtica justicia no son como esa falsa piedad que está motivada por la vanidad. Las verdaderas obras de justicia, como dar limosna, ayunar y hacer oración, constituyen un buen ejemplo de piedad, son provechosas para los que reciben sus beneficios y son, además, gratas ante Dios.
La justicia, o rectitud, es un don de Dios y un reflejo de su ser. Desde el principio, el Señor quiso que sus creaturas humanas manifestaran su justicia, pero debido al pecado, que entró en la vida humana cuando nuestros primeros padres desobedecieron a Dios, nos resulta imposible evidenciar la justicia divina, a menos que dejemos que Jesús reine en nosotros. Y no hace falta buscar mucho para encontrar ejemplos de esto.
Los fieles de Cristo hemos de ser buenos, santos y justos, pero sin jactarnos de ello ni tratar de que los demás sepan lo que hacemos. Se nos pide que seamos generosos con los pobres, pero en secreto, atentos a no ponernos a nosotros mismos en el centro de lo bueno que hagamos. Cuando oremos, debemos estar seguros de que sea algo entre Dios y nosotros y dejar que el Espíritu nos enseñe en secreto cómo estar solos ante Dios. Y cuando ayunemos, debemos esforzarnos por poner buena cara. A nuestro Padre le gusta bendecirnos en secreto, por lo que necesitamos aprender a dar y recibir de esta forma oculta y sencilla.
Con la gracia del Señor podemos reconocer la precaria condición del corazón humano y decir con San Pablo: “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo?” Y con él nos regocijamos en la esperanza: “Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 7, 24-25). El Señor quiere transformar y purificar nuestro corazón.
“Señor Jesús, cambia mi corazón; purifícame, te lo ruego, y haz que todo lo que yo haga, sea por amor a ti.”2 Corintios 9, 6-11
Salmo 112(111), 1-4. 9
fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros
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