Una promesa y un regalo de Pascua
Cuando Jesús saludó a los apóstoles aquel primer Domingo de Resurrección, pudo haberlo hecho de muchas maneras más espectaculares o altisonantes, pero escogió una sencilla frase: “Paz a ustedes” (Juan 20, 19).
Si leemos este saludo y no lo pensamos mucho, se nos puede pasar por alto lo que nos quiere decir. Recordemos que Cristo acababa de resucitar y así había hecho realidad el plan de Dios para la salvación de toda la humanidad que se venía forjando desde hacía largos siglos. Acababa de destronar al diablo y abrir el cielo para cuantos quisieran creer. Ahora llegaba el momento propicio de que lo vieran en persona sus amigos cercanos; era tiempo de dar a conocer la salvación y la promesa de la resurrección. Por eso, ¿no pensaría usted que el Señor habría dicho algo mucho más importante para marcar la inmensa trascendencia de ese crucial momento? Sí, tal vez, pero no lo hizo. Decidió más bien saludarlos tal como lo había hecho día a día cuando convivía con ellos.
Sin embargo, pese a toda la sencillez o la informalidad, este saludo encierra la esencia del mensaje de la Pascua. Así pues, reflexionemos sobre el don de la paz que Jesús ofreció a sus apóstoles y veamos cómo podemos tener nosotros la misma paz de hoy en adelante.
Paz con Dios. Como vimos en el primer artículo, los apóstoles no estaban gozando precisamente de tranquilidad cuando amaneció el Domingo de la Resurrección. No sólo habían presenciado el arresto y la crucifixión de Jesús, sino que también habían experimentado su propia flaqueza y falta de fe, y en lugar de aferrarse a la promesa del Señor de que resucitaría, se dejaron llevar por el temor y la inseguridad. Habiéndose dispersado cuando arrestaron a Cristo, se sintieron aplastados durante el juicio y la crucifixión, al punto de que después de la muerte de Jesús se fueron a la clandestinidad, temerosos de que las autoridades los arrestaran a ellos también. Desde todos los puntos de vista, le habían fallado al Señor.
Pero cuando Jesús se les apareció, no hizo notar los dolorosos y vergonzosos acontecimientos de los días pasados; ¡ni siquiera los mencionó! Por el contrario, sólo les deseó la paz.
Paz a ustedes. Estas palabras nos traen a la mente lo que Jesús le dijo a la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8, 2-11). Cuando se hubieron retirado los acusadores, Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno; ahora, vete y no vuelvas a pecar” (Juan 8, 10). También nos hacen recordar lo que Jesús le respondió a Pedro cuando éste exclamó: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (Lucas 5, 8). Cristo no acató la valoración negativa que Pedro hacía de sí mismo ni se puso a repetir una larga relación de los pecados y defectos del pescador. Todo lo que le dijo fue: “No tengas miedo; desde ahora vas a ser pescador de hombres.”
En estos dos casos, como en muchos otros, se ve claramente que lo que más quería Jesús era demostrar que él no había venido al mundo para condenarnos, sino para salvarnos (Juan 3, 17) y no quería que su relación con los discípulos estuviera marcada por la venganza, la represalia ni la cólera. Todo lo que quería, y sigue queriendo, es que todos sus fieles, incluidos nosotros, estemos en paz con él.
Dos clases de paz. ¿Qué nos dicen las palabras “paz a ustedes”? Nos dicen que aunque pequemos muchas veces, y aunque nuestras ofensas sean muy graves, Dios está dispuesto a perdonarnos y librarnos de la culpa. El Señor quiere que experimentemos la paz que emana de la reconciliación con Dios; que sepamos que cada vez que nos acerquemos a su lado, podemos experimentar su paz. Mientras permanezcamos unidos a él, su paz estará con nosotros.
Pero la paz que viene de Jesús no es la misma que encontramos en el mundo (Juan 14, 27). La paz del mundo depende de que las circunstancias sean favorables: que obtengamos lo que queremos, que no haya conflictos, que suceda lo que esperamos y que los problemas sean pocos y manejables. Parece agradable, pero es una paz inestable, porque en cuanto algo sale mal, esta paz del mundo, que depende de las circunstancias, se rompe, se esfuma y nos deja desanimados y malhumorados, frustrados e impotentes.
En cambio, la paz que Jesús nos ofrece nos ayuda a encarar las circunstancias problemáticas con entereza, aunque no desaparezcan la inseguridad, la frustración o la decepción. Nos comunica una confianza apacible, que nos ayuda a guiar nuestros pasos cuando tenemos que tomar decisiones difíciles. Es una paz que no depende de lo que suceda durante el día, sino del amor y el perdón incondicionales del Señor. ¿Por qué? ¡Porque le pertenecemos a Cristo y él nunca nos abandona! ¡Tú también le perteneces a Cristo, querido hermano, y él nunca te abandonará!
Paz con nosotros mismos. Tal vez una reflexión de Pascua con San Pedro nos ayude a vislumbrar la clase de paz que Jesús quiere darnos (Juan 21, 15-19). En la madrugada del Viernes Santo, Pedro, “la Roca de la Iglesia” había negado incluso conocer al Señor. Ahora, allí, a orillas del Mar de Tiberíades, estaba solo con Jesús por primera vez desde la resurrección. Es muy probable que toda clase de pensamientos se arremolinaran en su mente, ninguno positivo. “¿Cómo va a confiar en mí de nuevo Jesús? Mira cómo le fallé. ¡Nunca voy a poder dirigir la Iglesia! ¡Claro que no!”
Pero Jesús echó por tierra toda la maraña de pensamientos de culpabilidad y remordimiento de Pedro haciéndole una simple pregunta: “¿Me amas más que éstos?” (Juan 21, 15), que luego la repitió tres veces, llevando a Pedro a confesar: “Sí, Señor… tú sabes que te quiero” (21, 17).
Jesús no necesitaba oír que Pedro le dijera tres veces que lo quería; era Pedro el que necesitaba repetirlo una y otra vez; tenía que realmente reconocer que a pesar de su cobardía y su negación, él sinceramente amaba al Señor Jesús. Y eso le bastó al Señor. Pedro no tuvo que hacer ningún acto de amarga o dolorosa penitencia para corregir sus acciones, y nosotros tampoco tenemos que hacerlo; no tuvo que encerrarse en un estado de persistente condenación de sí mismo y nosotros tampoco tenemos que hacerlo. Todo lo que necesitaba era descubrir de nuevo que él realmente amaba a Jesús, y nosotros también lo amamos. Cuando Pedro reconoció esto, recibió sanación y finalmente estuvo en paz consigo mismo. Así, libre de toda atadura de culpa o ira por su grave falla, estuvo en condiciones de dirigir la Iglesia como Jesús le había encomendado hacerlo.
Nosotros tampoco somos los discípulos perfectos. Seguramente hay ocasiones en las que decepcionamos al Señor o a un ser querido, incluso varias veces seguidas. Pero tampoco somos solamente la suma de nuestros errores y defectos, ni sólo la suma de nuestros éxitos y logros. Somos aquellos a quienes Dios ama incondicionalmente; somos escogidos por el Señor y estamos destinados al cielo. A Jesús no le interesa pasar revista a todos los pecados pasados que hayamos cometido y tampoco le interesa interrogarnos acerca de las cosas que ahora motivan nuestras acciones. Todo lo que quiere hacer es llevarnos a centrar la atención en el amor que ya le tenemos y encontrar así una vía segura hacia la paz interior. Y mientras más paz experimentemos, más fácil nos parecerá seguir al Señor y cumplir su voluntad.
Paz con los demás. Finalmente, el don de la paz que Jesús nos concede empieza a desbordarse hacia los demás. Después de decirles a los discípulos “la paz esté con ustedes” añadió: “Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes” (Juan 20, 21). Jesús nos envía al mundo y nos pide que tratemos a nuestros semejantes, sin importar quiénes sean, con la misma compasión y el mismo amor con que él nos ha tratado a nosotros. Es una compasión que es capaz de derribar antiguos muros de hostilidad, falta de perdón y prejuicio (Efesios 2, 14); es un amor que nos infunde valor y fuerza para amarnos de verdad los unos a los otros y para trabajar por la reconciliación y la paz con todos.
Precisamente el aspecto que más nos cuesta llevar a cabo en la vida cristiana es probablemente amarnos los unos a los otros y perdonarnos mutuamente. Sabemos lo difícil que es disculpar los errores y faltas de los demás, y demostrar amor sin condiciones ni exigencias, y también sabemos lo difícil que es perdonar las ofensas y el daño que alguien nos ha causado. La reacción humana natural es sentirse dolido, enojarse y tomar represalia, para luego enfrascarse en un sentido de culpa o acumular resentimiento.
La única manera de librarnos de estos nefastos patrones de conducta es dejar que “la paz de Cristo” haga su morada en nuestro corazón (Colosenses 3, 15). Si nos imaginamos lo que Pedro y los demás experimentaron cuando Jesús se presentó ante sus ojos y les ofreció su perdón incondicional y su amistad inquebrantable, descubrimos que se nos ablanda el corazón. Si nos ponemos en su lugar, sabiendo que Jesús nos dice “Tampoco yo te condeno,” encontraremos la gracia necesaria para tratar a los demás de la misma manera.
Las propias experiencias de Pedro y los demás discípulos con Cristo les enseñaron que “el amor perdona muchos pecados” (1 Pedro 4, 8). Si nos dedicamos a vivir demostrando amor y misericordia, pronto descubriremos una nueva y mayor armonía, unidad y amistad con nuestros familiares, amigos y vecinos, y probablemente nos sorprenderemos al descubrir que somos capaces de mantener una paz profunda y constante incluso al alternar con personas que nos incomodan o nos causan problemas.
Paz con ustedes. En la temporada del Adviento esperamos la llegada de Jesús, “el Príncipe de la Paz” (Isaías 9, 6) y en la Navidad escuchamos que los ángeles cantan anunciando: “Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor” (Lucas 2, 14). Al principio de su ministerio, Jesús declaró: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará hijos suyos” (Mateo 5, 9), y en la Última Cena, como regalo de despedida, dijo a sus discípulos: “Les dejo la paz. Les doy mi paz” (Juan 14, 27).
Durante toda su vida, Jesús trabajó incansablemente para quitar los obstáculos con que tropezamos cuando tratamos de experimentar la paz con Dios, la paz interior y la paz con los demás. Luego, llegado el Domingo de la Resurrección, anunció que se había cumplido la promesa. ¡Ya han desaparecido todos los obstáculos para alcanzar la paz! Ahora Jesús está de pie ante nosotros como Salvador clemente y compasivo, no como juez vengativo; está ante nuestros ojos y vemos que nos sonríe y nos ofrece su paz.
Permite, querido hermano, que las palabras del Señor penetren en tu corazón; deja que la verdad que ellas llevan consigo encuentre acogida en su interior. “La paz esté contigo.” Estas palabras son mucho más que un saludo agradable; ¡es una promesa y un regalo que Dios omnipotente te quiere dar a ti! ¡Recíbelo y disfrútalo!
fuente Devocionario Católico la Palabra con nosotros
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