¿Quién me llevará a la ciudad fortificada?Esa ha sido mi oración de toda la vida, mi deseo diario, la meta de todos mis esfuerzos y la corona de mi esperanza. Entrar en la ciudad. Conquistar la plaza fuerte. Atravesar sus murallas, pasar más allá de sus fortalezas, llegar a su mismo corazón; sí, su corazón; no sólo su corazón de asfalto y adoquines en la plaza mayor que rige su mapa y su vida con la vorágine de su tráfico y el esplendor de sus tiendas, sino el corazón de su cultura, su historia, su vida social, su carácter, su personalidad. Quiero entrar en la ciudad. Quiero llegar a su corazón. La ciudad de la tierra como preparación y símbolo de la ciudad del cielo.
Vivo en la ciudad, pero, en cierto modo, fuera de ella. No llego a formar parte de ella, no me identifico con ella, no pertenezco. Me abruma la ciudad. Sí que pago impuestos al ayuntamiento y voto en las elecciones municipales, soy vecino de pleno derecho en mi ciudad, bebo sus aguas y viajo en sus autobuses y en su metro, compro en sus comercios y paseo por sus parques, conozco el laberinto de sus calles y el perfil de sus rascacielos contra las nubes. Y, sin embargo, sé muy bien, en el fondo del alma, que aún no formo parte del todo de esta ciudad que llamo mía.
Soy un extraño en mi ciudad; o, más bien, la ciudad me es todavía extraña. Fría, remota, ausente. La ciudad es secular, y yo, que estoy consagrado a ti, pertenezco a lo sagrado. Cada vez que entro en la ciudad llevo tu presencia conmigo, Señor, y eso hace que mis pisadas sean extranjeras en el tumulto del ruido profano. Yo soy representante tuyo, Señor, y no hay sitio para ti en las capitales planificadas del hombre moderno.
Los baluartes y bastiones de la ciudad moderna contra ti, Señor, y contra mí que te represento, no son muros de piedra o torres almenadas; son más sutiles y más temibles. Son el materialismo, el secularismo, la indiferencia. La gente no tiene tiempo; la gente no se preocupa. No hay sitio para las cosas del espíritu en la ciudad de la materia. No se trata de derrotar ejércitos, sino de conseguir audiencia; no queremos lograr una victoria, sino lograr, sencillamente, que nos oigan. Y eso es lo más difícil de conseguir en este mundo atropellado de hombres indiferentes.
Quiero entrar en la ciudad, no con la curiosidad anónima del turista, sino con el mensaje del profeta y con el reto del creyente. Quiero hacerte presente en ella, Señor, con toda la urgencia de tu amor a la totalidad de tu verdad. Quiero entrar en la ciudad en tu nombre y con tu gracia, para santificar en consagración pública la habitación del hombre.
¿Quién me guiará a la plaza fuerte,quién me conducirá a Edom?Solo tú puedes hacerlo, Señor, porque a ti te pertenece la ciudad en pleno derecho. Tus palabras proclaman tu dominio sobre todas las ciudades de la tierra:
Triunfante ocuparé Siquén,parcelaré el valle de Sucot;mío es Galaad, mío Manasés,Efraín es yelmo de mi cabeza.Judá es mi cetro,Moab una jofaina para lavarme.Sobre Edom echo mi sandalia,sobre Filistea canto victoria.La ciudad es tuya, Señor. "¿Quién me conducirá a Edom?". ¿Quién me llevará hasta el corazón de la ciudad donde vivo?; ¿quién me hará presente donde ya lo estoy?; ¿quién acabará con el prejuicio y la ignorancia y la indiferencia para abrirle camino a la luz no solo en el secreto del corazón de los humanos, sino en los grupos y las reuniones y las multitudes de las calles abiertas y las plazas públicas? ¿Quién derribará los muros de la ciudad fortificada?
Edom es tuya, Señor. Hazla mía en tu nombre para que pueda devolvértela, consagrada, a ti.
p. Carlos Valles sj
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