Juan 3, 16
¡Qué mejor muestra de que Dios ama a los humanos que el hecho de haber enviado a su Hijo unigénito para salvar al género humano de la condenación eterna a la que iba precipitándose en caída libre! Dios nos creó por amor y por eso quiso impedir la perdición de su pueblo amado.
Tan potente es el amor de Dios que el pecado y la iniquidad no lo resisten. Por eso, si negamos o rechazamos la fuerza de este amor, corremos el peligro de separarnos del Señor y sufrir la muerte física y espiritual. El amor de Dios es más poderoso que la muerte misma, porque “Dios es tan misericordioso y nos amó con un amor tan grande, que nos dio vida juntamente con Cristo cuando todavía estábamos muertos a causa de nuestros pecados” (Efesios 2, 4-5).
¿Por qué a veces nos parece tan lejano el amor del Padre? ¿Por qué nos parecen tan abstractas las verdades de nuestra fe? Dios es generoso, pero nos pide que lo amemos renunciando al pecado y siendo bondadosos con el prójimo. Aunque muchas veces no lo reconocemos, nuestro peor enemigo es el pecado que hay en el mundo y en nuestro corazón. Nadie que disfrute de la oscuridad busca la luz, pero si renunciamos al pecado y nos acercamos a Cristo, él disipará las tinieblas y nos resucitará a la vida perdurable.
Los conceptos que propone el mundo acerca del amor están plagados de egoísmo: “Ama según el provecho que saques de una relación; y si alguien te ofende, ofende tú también y no mires más a esa persona.” Pero este no es el amor que nos enseñó Jesucristo, porque él nos mandó: “Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen. Así ustedes serán hijos de su Padre que está en el cielo” (Mateo 5, 44). Esto lo podemos hacer solamente con la gracia de Dios.
“Señor, te pedimos que tu luz y tu amor iluminen a todos tus hijos para que podamos ver y rechazar las obras de la oscuridad.”
2 Crónicas 36, 14-16. 19-23
Salmo 137 (136), 1-6
Efesios 2, 4-10
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