sábado, 10 de marzo de 2018

Meditación: Lucas 18, 9-14

Señor, ten piedad de mí que soy pecador.
Lucas 18, 13

En la parábola del Evangelio de hoy, Cristo compara la actitud del fariseo, que muchos consideraban una persona justa y recta, con la del publicano, es decir, cobrador de impuestos, que para la mayoría era un pecador de la peor clase. Éste había cometido muchos pecados, pero los reconocía y sabía que era indigno del perdón de Dios, por eso se quedaba atrás, con el corazón contrito y humillado. Esto es lo que espera Dios: un arrepentimiento sincero y humilde.

Por su parte, el fariseo hacía alarde de llevar una vida recta y esperaba salir justificado por sus propios méritos, sin prestarle atención a lo único que realmente necesitaba para su salvación: la misericordia de Dios. El pecado es una realidad común de la naturaleza humana caída, incluso para la gente religiosa, una realidad que obstaculiza la unión con Dios y no impide el juicio, aunque se hayan cumplido las obligaciones religiosas. Esto no era parte del entendimiento del fariseo.

Jesús utilizó esta parábola para enseñar la importancia de la humildad. Lo hizo sin ridiculizar ni condenar al fariseo, que estaba dedicado a guiar al pueblo en su relación con Dios. El problema era que éste no reconocía sus faltas personales, y por estar convencido de su propia rectitud, tenía el corazón lleno de soberbia y despreciaba a los menos religiosos.

Esto es precisamente lo que decía Dios por boca del profeta Oseas: “Porque yo quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Oseas 6, 6). Algunos católicos se quedan en el cumplimiento de los deberes religiosos: ir a Misa, rezar el rosario, ir a la novena, ir al grupo de oración, rezar la Liturgia de las Horas, venerar una u otra imagen de Nuestra Señora, etc.

Todo esto es bueno, laudable y fructífero, pero siempre que estemos conscientes de que lo esencial es reconocer que constantemente pecamos contra Dios y contra el prójimo, y por lo tanto es necesario arrepentirse y analizar los hábitos y las actitudes con las que tratamos a los demás. Si no amamos al prójimo, tampoco amamos a Dios: “Porque cualquiera que no hace el bien o no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3,10). No nos engañemos, el mundo y el demonio nos hacen creer que perdonar es renunciar a nuestro derecho y dignidad; pero ese es precisamente el camino que el Señor nos ha mostrado.
“Padre celestial, líbrame de la autosuficiencia y ayúdame a buscar la santidad en mi propio corazón antes que en las observancias externas.”
Oseas 6, 1-6
Salmo 51(50), 3-4. 18-21

No hay comentarios:

Publicar un comentario