Hermanos queridos, cuando os exponemos algo útil para vuestras almas, que nadie trate de excusarse diciendo: " no tengo tiempo para leer, por eso no puedo conocer los mandos de Dios ni observarlos "… Abandonemos las vanas habladurías y las bromas mordaces, y veamos si no nos queda tiempo para dedicar a la lectura de la Escritura santa… ¿Cuándo las noches son más largas, habrá alguien capaz de dormir tanto que no pueda leer personalmente o escuchar a otro a leer la Escritura?... Porque la luz del alma y su alimento eterno no son nada más que la Palabra de Dios, sin la cual el corazón no puede vivir ni ver…
El cuidado de nuestra alma es muy semejante al cultivo de la tierra. Lo mismo que en una tierra cultivada arrancamos por un lado y extirpamos por otro hasta la raíz para sembrar el buen grano, debemos hacer lo mismo en nuestra alma: arrancar lo que es malo y plantar lo que es bueno; extirpar lo que es perjudicial, incorporar lo que es útil; desarraigar el orgullo y plantar la humildad; echar la avaricia y guardar la misericordia; despreciar la impureza y gustar la castidad…
En efecto sabéis cómo se cultiva la tierra. En primer lugar arrancamos las zarzas, echamos las piedras bien lejos, luego aramos la tierra, empezamos de nuevo una segunda vez, una tercera, y por fin sembramos. De igual manera en nuestra alma: en primer lugar, desarraiguamos las zarzas, es decir los malos pensamientos; luego quitamos las piedras, es decir toda malicia y dureza.
En fin labremos nuestro corazón con el arado del Evangelio y el hierro de la cruz, trabajémoslo por la penitencia y la limosna, por la caridad preparémoslo para la semilla del Señor, con el fin de que pueda recibir con alegría la semilla de la palabra divina y producir no sólo treinta, sino que sesenta y cien veces su fruto.
Sermones al pueblo, n°6 passim; SC 175
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