Evangelio según San Juan 15,1-8
Jesús dijo a sus discípulos:«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán.La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
Permanecer en Cristo, como los sarmientos en la vid
En los discursos de despedida en el contexto de la última cena (según san Juan), y que la liturgia usa en esta fase del tiempo pascual como preparación para la solemnidad de la Ascensión (según san Lucas), Jesús insiste de diversos modos en que, por un lado, se va: no va a estar ya presente como lo estuvo por los caminos de Galilea (despedida antes de la Pasión), pero tampoco exactamente con esa presencia misteriosa pero evidente del periodo de las apariciones del Resucitado (despedida antes de la Ascensión). Por otro lado, dice también que no se va del todo, que seguirá presente entre sus discípulos. Hoy, para indicar esa nueva forma de presencia, usa la imagen, tan cara a la tradición judía, de la vid y los sarmientos. Porque Jesús está presente, los que creen en él pueden permanecer unidos a él, literalmente “en él”. Se trata de un vínculo de gran intimidad, que no se reduce a una cercanía por yuxtaposición, sino de una comunicación interna, que da vida, como la savia, y permite dar frutos. Solo esa interna vinculación y permanencia hace fructífera la vida de los creyentes y de la comunidad que forman. En el asunto del Reino de Dios y del Evangelio, sin Cristo “no podemos hacer nada”, nuestra vida se seca y muere estéril. Todo intento de reducir el Evangelio a una moral, a una cosmovisión o a un plan de transformación del mundo, pero sin esa comunicación personal y profunda con la persona de Jesús, sin esa, digamos, dimensión mística, está condenado al fracaso.
Es una unión fructífera, pero también exigente, esforzada, difícil: para que esos frutos se produzcan hay que pasar por la poda (la purificación) de la Cruz. Y sólo desde ahí es posible abordar y solucionar los problemas que inevitablemente aborda la comunidad en su devenir temporal.
Nos sirve como ejemplo el primer gran conflicto interno de la Iglesia: la cuestión de la circuncisión (y la obligación de someterse a toda la ley de Moisés). Es un asunto no menor, porque está en juego la novedad radical de Cristo, la verdad de su identidad como Mesías y Salvador, aquel en el que se cumplen las Escrituras, el que lleva la ley a su cumplimiento y perfección. Si la circuncisión y la ley mosaica siguen siendo necesarias para la salvación, Jesús se reduce a un añadido más o menos significativo, pero no esencial, en la historia de Israel, como podían serlo profetas como Elías o Jeremías. Permanecer en Cristo, como los sarmientos en la vid, significa reconocer el problema, abordarlo con espíritu de discernimiento, de escucha de la Palabra, de sumisión al Espíritu Santo, y confiar en su asistencia y guía, reconociendo que el Espíritu Santo actúa a través de los apóstoles y sus sucesores.
San José, un obrero manual, se convirtió en un obrero del Reino de Dios. Es para todos un ejemplo de cómo, cada uno desde su particular vocación y profesión, puede poner sus cualidades al servicio de Cristo, el Dios con nosotros, que nació de la esposa virgen de José para quedarse con nosotros, para que nosotros pudiéramos permanecer en él.
Cordialmente,
José María Vegas CMF
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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