Evangelio según San Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron.Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".
Queridos hermanos, paz y bien.
Estamos en el tiempo ordinario, pero la Liturgia no nos da reposo. El lunes pasado, con la memoria de Santa María, Madre de la Iglesia. Y hoy, con la solemnidad de la Santísima Trinidad. Para que no nos relajemos.
Meditar acerca de la Trinidad significa intentar comprender cómo es nuestro Dios. Sabemos que a Dios no podemos verlo, pero eso no significa que no se manifieste. Cristo ha sido la manifestación definitiva de Dios. Él es el rostro del Padre. Y en sus palabras, en sus gestos, podemos ver cómo actúa, como siente nuestro Dios. Por ejemplo, en sus predicaciones. Cuando nos recordó que Dios hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace que llueva para los justos y para los pecadores, o cuando declaró si vosotros, que no sois un prodigio de bondad, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que se lo piden! También las parábolas de la oveja perdida (dejar a 99 para buscar a una), de la moneda perdida o del hijo pródigo (o del padre misericordioso, como algunos exégetas la denominan).
En la vida de Jesús también hay gestos que nos recuerdan la forma de ser de su Padre. Como cuando se acerca al publicano Mateo, a la mujer samaritana o Zaqueo. El dejad que los niños se acerquen a mí, los milagros, tanto las sanaciones como las revivificaciones y, finalmente, su muerte en la cruz, como culmen de su vida entregada y cercana.
De esa cercanía habla la primera lectura. El pueblo de Israel, en el destierro, se pregunta por qué han llegado a esa situación, si eran el pueblo elegido. Están deprimidos, desorientados, y unas palabras de aliento no vienen mal. Lo que nos cuenta el autor del Deuteronomio es que nuestro Dios no es como los “dioses” de Grecia o de Roma, que vivían en las alturas y se divertían viendo como los hombres, seres inferiores, sufrían y morían, incapaces de alcanzar ese cielo ansiado.
El Dios de Israel es un Dios cercano, que siempre está presente en la historia, que da segundas (y terceras y cuartas y las que haga falta) oportunidades y muestra cómo remediar los errores que, muy a menudo, cometían los fieles. Por eso, no debían perder la alegría, porque no hay nada tan terrible que no pueda perdonarse.
Ese Dios, Uno y Trino, que es comunidad, que es diálogo, Él mismo busca a su pueblo, lo ayuda a salir de Egipto, lo lleva a la Tierra Prometida, y promete habitar en medio de ellos. Pero no solo eso. La segunda lectura habla de ser hijos de Dios. Ya no solo tener a un vecino todopoderoso, sino que es nuestro Padre. Y, como hijos de Dios, tenemos acceso a una herencia de vida eterna. Herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados. Casi nada. Hay que dejarse llevar por ese Espíritu, para estar en la sintonía de Dios.
A los Discípulos les costó sintonizar con ese espíritu de Dios. Al ver a Jesús, algunos vacilaban. Pero a todos el Señor les dice que tienen una misión, la misión de continuar su obra. Y esa misión se debe concretar en una serie de acciones, con el poder en el cielo y en la tierra del mismo Jesús. La petición de Jesús es especial. “Id”, es la primera parte. El Papa Francisco nos habla a menudo de la Iglesia en salida. No hace falta esperar a que los demás vengan a nosotros. Somos nosotros los que debemos ponernos en marcha. Movidos por el Espíritu de Dios, hay que hablar del amor que Él nos tiene. Para que todos sepan que son hijos del mismo Dios.
El segundo momento es “haced discípulos de todos los pueblos”. La carta a los Romanos (Rom 10, 13-15) nos dice que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! Tengo un amigo que, todos los fines de semana, se dedica, con otros voluntarios, a salir por las calles de su ciudad, a hablar de Dios con todos, repartiendo estampitas y alguna frase de los Evangelios. Gracias a él. Mucha gente ha vuelto a entrar en la iglesia, y se ha confesado. Llega a mucha gente, unos lo aceptan, otros no, pero parece que es un mensajero de pies hermosos.
También entre habla el Evangelio de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El Bautismo es la forma que tenemos de incorporarnos a la vida de Dios, de participar en la relación de amor el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Es la manera de sentirnos felices.
Y, por fin, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Obra de misericordia sigue siendo enseñar al que no sabe. Aquí, se trata de cumplir primero con lo que Dios nos pide, para que, predicando con el ejemplo y con las palabras, seamos testigos de la nueva vida del Reino.
Hay un guía interior para poder llevar a cabo esa tarea: el Espíritu de Dios. Cuando nos sentimos débiles, cuando no entendemos, Él nos lleva a la verdad plena. Para eso ha sido derramado en nuestros corazones, para que sepamos mirar a Jesús y ver al Padre; para que sepamos acercarnos con confianza a nuestro Abba.
Éste es nuestro Dios, y esto es lo que nos pide. Un Dios discreto, que no se impone; un Dios que da señales de vida, para que lo encuentre el que lo busca, y que se manifiesta en Jesús. En este Dios creemos, al que confiamos nuestra vida, y el que vamos a confesar en breve.
El salmo nos recuerda que es dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad. Nosotros somos esa heredad. Nosotros somos dichosos. Que no se nos olvide, pues, ser felices.
Nuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, CMF
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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