domingo, 11 de junio de 2017

Evangelio según San Juan 3,16-18. 
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.» El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. 


RESONAR DE LA PALABRA

Julio César Rioja, cmf
Queridos hermanos:

Esta fiesta nos habla de Dios, pero: ¿más de cómo es o de quién es? Nos parece remitir, a lo que Él ha realizado en nosotros y en el mundo, por medio del Hijo y del Espíritu. La pregunta parece ser: ¿dónde está, dónde se le ve?, y no hay otra respuesta, que en la propia historia personal y la del pueblo. En ella descubrimos el sentido de la existencia, del dolor, de la enfermedad, de la muerte, de nuestra presencia en el mundo, del camino que debemos recorrer. Y por ello, podemos proclamar: “Creo en Dios”, no como una idea, sino como una experiencia, que llamamos experiencia de fe.
Dice la primera lectura del Éxodo: “Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya”. Nuestro Dios, es un Dios cercano, es lo que Jesús le cuenta a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Más aún: “Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. En estos tiempos de búsqueda, en que cuesta tanto captar la presencia de Dios, se puede creer o no creer en el Hijo, pero él seguirá caminando con su pueblo, ha bajado de su nube, como decía Martín Descalzo: “a tomar la tortilla con nosotros”.
Si vivimos en el temor, el miedo al castigo o a la ley o sólo confiamos en la ciencia, el dinero, el prestigio…, es difícil sentirse hijo de Dios. Si nos dejamos llevar por el Espíritu, podremos llegar al Hijo y a sentirnos hermanos del Hijo, sin olvidar lo que dice San Juan: “Si decimos que amamos a Dios y no amamos a los hermanos, somos unos mentirosos”. Amando a los demás hombres como hermanos, reconocemos la presencia de la Trinidad en nuestras vidas, una Trinidad que es comunidad y fraternidad. Lo dice San Pablo a los Corintios en la segunda lectura: “Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened el mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo”. Los cristianos somos trinitarios, es decir comunitarios, creemos en un Dios con tres personas, un Dios en relación.
Posiblemente, es el Amor de Dios, que se recoge, continuando la carta de San Pablo, todos los días como saludo al comenzar la Eucaristía: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros”, es la mejor fórmula para expresar el Misterio. Misterio que no hace referencia a algo intelectual, sino a algo que nos desconcierta, es la presencia de alguien que viene a nuestro encuentro por que es regalo- exigencia, comunicación, afecto, apertura, entrega, unión, alegría, vida, verdad, pero en persona y en personas. Esta fiesta resume nuestras búsquedas y la experiencia de ese Dios amor, que no sabemos cómo, da sentido y dirección a toda nuestra vida.
La homilía también puede ser poesía y en ocasiones para explicar el Misterio, la poesía es una ciencia más exacta que las matemáticas. Recojo para terminar, unos versos de José Luis Martín Descalzo, se titulan: “El Nuevo Dios”.
Y cuando Él dijo “Padre”
el mundo se preguntó por qué aquel día amanecía dos veces.
La palabra estalló en el aire como una bengala
y todos los árboles quisieron ser frutales
y los pájaros decidieron enamorarse
antes de que llegara la noche.
Hacía siglos que el mundo no había estado tan de fiesta.
los lirios empezaron a parecerse a las trompetas
y aquella palabra comenzó a circular de mano en mano,
bella como una muchacha enamorada.
Los hombres husmeaban el continente recién descubierto
y a todos les parecía imposible
pero pensaban que, aún como sueño,
era ya suficientemente hermoso.
Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses
tan aburridos como ellos,
serios y formales faraones,
atrapamoscas con sus tridentes de opereta.
Dioses que enarbolaban el relámpago cuando los hombres
encendían una cerrilla en sábado,
o que reñían como colegiales por un quítame allá ese incienso;
dioses egoístas y pijoteros
que imponían mandamientos de amar
sin molestarse en cumplirlos.
Vanidosos como cantantes de ópera,
pavos reales de su propia gloria
a quienes había que engatusar con becerros bien cebados.
Y he aquí que, de pronto, el fabricante de tormentas
bajaba -¿bajaba?- a ser Padre,
se uncía al carro del amor
y se sentaba sobre la pradera a comer con nosotros la tortilla.
Era un nuevo Dios bastante menos excelentísimo
que no desentonaba en las tabernas
y ante quien sólo era necesario descalzar el alma.
Aquel día los hombres empezaron a ser felices
porque dejaron de buscar la felicidad
como quien excava una mina.
No eran felices porque fueran felices,
sino porque amaban y eran amados,
porque su corazón tenía una casa,
y su Dios, las manos calientes.
Feliz domingo a todos.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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