jueves, 15 de junio de 2017

Meditación: Mateo 5, 20-26


“El que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal.” (Mateo 5, 22)

Sin duda el Señor sorprendió a sus oyentes al interpretar la ley de Moisés. Para él, la cólera, los insultos y las rencillas no tienen cabida en el corazón del creyente. ¿Por qué daba tanta importancia a las relaciones humanas? Porque somos hijos del mismo Padre y hermanos los unos de los otros, de manera que estamos tan firmemente vinculados entre todos que cualquier quebrantamiento de la unidad produce graves daños en el Cuerpo de Cristo.

Los cristianos hemos de preservar y fortalecer la unidad del Cuerpo. Este desafío se extiende a todas las relaciones personales; por ejemplo, ¿cómo te llevas tú con tus familiares y parientes, con tus vecinos y compañeros de trabajo, sean o no católicos o cristianos? ¿Te muestras amable con ellos? ¿Los tratas con respeto y sin hacer diferencias? ¿Te preocupas de los necesitados, especialmente los pobres y los solitarios?

En el Cuerpo de Cristo, todos estamos tan unidos que cualquier pecado que se cometa tiene consecuencias no sólo para el causante, sino para todos. ¡Nuestra unidad es parte integral de la vida en Cristo! En efecto, sólo podemos ser partícipes de la vida de la Santísima Trinidad en la medida en que estemos firmemente unidos los unos a los otros. Este es el plan que el Padre tiene para nosotros. Cuando pecamos contra algún hermano o contra Dios, nos separamos del Cuerpo y esto es precisamente lo que desea Satanás. Por eso el perdón y la reconciliación son tan importantes.

¡Mantengamos la unidad cristiana a toda costa! Así encontraremos alegría y paz. Sucede frecuentemente que la arrogancia y la terquedad nos impiden actuar con amor y paciencia para que una amistad no se destruya. En efecto, debemos aprender a confiar en que Dios nos ayudará a ver las situaciones con nuevos ojos, especialmente las relaciones personales. Pidámosle al Señor que nos muestre qué podemos hacer para ser instrumentos de reconciliación y no de división. Incluso, si la reconciliación resulta imposible de lograr, al menos podemos renunciar al rencor y pedirle al Señor que nos ayude a perdonar de verdad a quien nos haya herido o perjudicado.
“Espíritu Santo, Señor mío, infunde en mí el deseo de fomentar la unidad con mis hermanos. Une a todos los cristianos en una sola familia y crea lazos de amor que jamás se rompan. Amén.”
2 Corintios 3, 15—4, 1. 3-6
Salmo 85(84), 9-14

fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros

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