¿POSTRADO, DE RODILLAS O DE PIÉ?
(Don de lágrimas - parte XXIX)
Si visitas las catacumbas en Roma, encontrarás una cosa muy interesante pintada en sus paredes. Allí están retratados, hace casi dos mil años, hombres y mujeres de oración. Ellos están de pie, la cabeza erguida y los ojos abiertos. Tienen los brazos levantados y sus manos abiertas, están vueltas a lo alto. Esa es la posición de quien reza con un gran amor y confianza. Es la posición de quien está pronto para abrazar y dejarse abrazar. Los que se ponen así, en la presencia de Dios demuestran que confían en su amor. Entonces de brazos abiertos porque saben que el Espíritu Santo ya llegó y en cualquier momento irrumpirá sobre ellos.
Rezan parados, erguidos, porque Dios los puso de pie: “(…) levántense, y levanten su cabeza, porque esta es la hora de su liberación” (cfr. Lc 21,28) Sus ojos están fijos en Dios. Sus rostros, vueltos para el cielo, como esperando la fina lluvia de las gracias o los rayos de luz del Espíritu.
Muchas veces, cuando llegan delante de Jesús, están postrados por el cansancio y por el dolor. Para socorrerlos rápidamente el Espíritu Santo los toca con la Palabra de Dios, pues el don de las lágrimas se despierta con la escucha de la Palabra: “No se asemeja mi Palabra al fuego que quema, -Oráculo del señor-, o al martillo que rompe la roca? (Jer 23,29) La Palabra de Dios es como el fuego y como el martillo capaz de romper el más duro peñazco. Ella alcanza de lleno el corazón de piedra, rompiendo la roca y haciendo brotar de él las lágrimas.
Con su Palabra, Dios hiere para curar.
Hiere al hombre corrupto y malicioso que existe en cada uno de nosotros para salvar el hombre nuevo. Con ese golpe, el cuerpo siente y se curva, pues cuando la oración es verdadera, es profunda, el cuerpo no queda afuera.
Es así: llegamos delante de Jesús maltratados, heridos y humillados, llegamos todos torcidos y deformados por el pecado y pedimos socorro: “Señor, cúrame!”, “Señor, sálvame!”. Y Jesús nos pone de pie. Levanta nuestra cabeza. Restituye nuestra esperanza y nuestra vida. El mismo nos endereza y nos hace caminar. Después que él pone sus manos sobre nosotros, quedamos curados y volvemos a ver. La alegría vuelve. Nuestra boca se llena de sonrisas. Y su amor nos hace de nuevo amar la vida.
Cuando comenzamos a rezar en un momento de sufrimiento y dolor, en un momento en que fuimos engañados y la desilusión nos arrasó, cuando la muerte de alguien amado parece que va a matar también nuestro corazón con un dolor que no tiene fin, entonces vale la pena comenzar a orar con la cabeza postrada en el suelo, con el cuerpo doblado sobre si, con el rostro cubierto con las manos y llorar para que se vacíe de todo dolor, toda tristeza y todo rencor. Después, es importante quedar de rodillas y pedir a Dios que abra nuestro corazón para oírlo, amarlo y recibirlo dentro de nosotros. Pero déjenme revelarles un secreto de sanación que sólo es conocido por hombres y mujeres de oración: la sanación solo comienza cuando nos levantamos totalmente, respiramos hondo, levantamos nuestras manos a lo alto y con los ojos fijos en Dios experimentamos la llegada del Espíritu Santo. El Espíritu Santo viene donde él es amado, invocado y esperado. El nunca deja de venir. Comenzamos la oración postrados entre gemidos y lágrimas, entonces de rodillas suplicamos a Dios su socorro y, por fin, quedamos de pié en una profunda alabanza y gran alegría por la certeza de la victoria. Experimenta y mira si eso, en Jesús, no produce verdadera sanación!
Las lágrimas más dulces son las que nos llenan los ojos cuando, iluminados por el Espíritu Santo experimentamos cuán “bueno es el Señor, su misericordia es eterna y su fidelidad sin fin” (cfr. Sal 99). Si en el cielo existe llanto, ciertamente es de alegría.
Así lloraba Simeón, y sus lágrimas de arrepentimiento se transformaban siempre en lágrimas de silencio y encanto. Lleno de consuelo, Simeón decía: “Bienaventurados los que siempre lloran amargamente sus pecados, porque brillará la luz y transformará las lágrimas amargas en dulces”
Así lloraba San Francisco de Asís, que apasionado por Dios, siempre dejaba correr lágrimas de amor. Cuando, por su dolencia en los ojos, los médicos le prohibieron llorar, les garantizó que prefería morir a no poder conmoverse más con la pasión de Su Señor.
Tu puedes hacer eso ahora mismo si así lo quieres y, entonces, podrás decir:
“Tú convertiste mi lamento en júbilo, me quitaste el luto y me vestiste de fiesta,
para que mi corazón te cante sin cesar. ¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente!”
Salmo 30,12-13
Marcio Mendes.
del libro "O dom das lágrimas" - Editora Canção Nova.
adaptación del original en português.
No hay comentarios:
Publicar un comentario