Jesús va nuevamente a Caná de Galilea, allí donde había realizado el milagro de convertir el agua en vino.
Ahora hace un nuevo milagro: la curación del hijo de un funcionario real. El milagro de la boda fue espectacular, pero este es sin duda más valioso, porque no se trata de algo material para resolver una situación embarazosa, sino de la vida de una persona.
Lo que llama la atención en este nuevo milagro es que Jesús actúa a la distancia; él no va a Cafarnaúm para curar al enfermo, sino que lo hace sin moverse de Caná: “Señor, ven antes de que mi muchachito muera”, le pide angustiado el funcionario real, y Jesús le contesta: “Vete, tu hijo ya está sano” (Juan 4, 49. 50).
Esto nos recuerda a todos nosotros que también podemos hacer el bien a la distancia, es decir, sin hacernos presentes en el lugar donde hace falta nuestra generosidad. Así, por ejemplo, ayudamos al Tercer Mundo colaborando económicamente con nuestros misioneros o con entidades católicas que están allí trabajando. Ayudamos a los pobres de barrios marginales de las grandes ciudades con nuestras aportaciones a instituciones como Caridades Católicas, sin que debamos pisar sus calles. O, incluso, podemos dar una alegría a mucha gente que está muy distante de nosotros con una llamada de teléfono, una carta o un correo electrónico.
Muchas veces nos excusamos de hacer el bien porque no tenemos posibilidades de hacernos físicamente presentes en los lugares en los que hay necesidades urgentes; pero Jesús no se excusó porque no estaba en Cafarnaúm, sino que obró el milagro, y tampoco deberíamos excusarnos nosotros.
La distancia no es ningún problema a la hora de dar, porque la generosidad sale del corazón y traspasa todas las fronteras. Como decía San Agustín: “Quien tiene caridad en su corazón, siempre encuentra alguna cosa para dar.”
Al narrar los milagros de Jesús, el evangelista San Juan ilustró gráficamente la divinidad y el poder del Señor. Estos relatos de milagros son valiosos porque nos ayudan a entender el poder de Cristo y recibir con mayor fe al Señor y su palabra vivificante. Pero la palabra no puede actuar en nosotros si no la escuchamos, o si la escuchamos, pero no la obedecemos.
“Amado Señor, quiero hacer tu palabra y ver el bien que puedo hacer a la distancia y que muchas veces dejo pasar. Perdóname, Señor, si en esto he faltado.”
Isaías 65, 17-21
Salmo 30(29), 2. 4-6. 11-13
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