Evangelio según San Juan 13,16-20.
Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo: "Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí. Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy. Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Si ayer festejábamos a san Marcos, evangelista, hoy lo hacemos con san Isidoro de Sevilla, obispo y doctor de la Iglesia. Otro santo de palabras, de la Palabra. Además de con Leandro, su hermano, que también fue santo y obispo de Sevilla, Isidoro compartió magisterio con san Ildefonso, que dijo de Él: «la facilidad de palabra era tan admirable en san Isidoro que las multitudes acudían de todas partes a escucharle y todos quedaban maravillados de su sabiduría y del gran bien que se obtenía al oír sus enseñanzas». También se dice de él que fue el primer lexicógrafo -valga el anacronismo- y un puente imprescindible entre la Edad Antigua y la Edad Media. Sin duda, Isidoro fue un sabio de este mundo... pero lo fue por escuchar la sabiduría que está más allá de este mundo.
Isidoro, como tantos otros santos, refleja la paradoja de la fe, que se vale de la elocuencia humana pero la trasciende por completo. Fijémonos si no en san Pablo, que no debía ser especialmente torpe en su predicación y, sin embargo, confiesa que ha renunciado a anunciar el misterio de Dios «con sublime elocuencia o sabiduría» porque la fe no se asienta sobre las fuerzas del hombre sino sobre el poder del Espíritu. Ahora bien, Pablo no deja de hablar de Dios y lo hace por doquier, casi siempre con discursos muy elaborados. En último término, ambas cosas son ciertas: por un lado, la Luz no procede de nosotros, sino del Señor que nos llama y nos capacita; por otro, «no se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos en la casa».
Somos más doctos que nuestros maestros –dice el salmo 118- cuando meditamos la Palabra del Señor, cuando reparamos en la voz callada del Calvario. Allí, delante de los labios apretados de Jesús, que reza por nosotros, tenemos únicamente la potestad y el principado de la sal: nuestra palabra –nuestra sabiduría- puede conservar el alimento del Señor y potenciar el sabor que el Evangelio tiene de suyo. Nada más... y nada menos. Cristo crucificó consigo todos los discursos vanos y falaces, y se convirtió con su Pascua en discurso de Vida eterna. Él ha querido –este es el milagro- que nosotros formemos parte de Su discurso imperecedero, que guardemos su Palabra y sazonemos con ella cada una de nuestras horas. Ninguno somos Pablo; tampoco Isidoro. Pero seremos más sagaces que todos los sabios si nos abrimos a su Luz, siquiera por un momento.
Feliz fiesta.
Vuestro hermano en la fe:
Adrián, cmf.
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