“He venido a llamar a los pecadores para que se conviertan”
Dios me mostró a un señor sentado solemnemente en la paz y el descanso; con dulzura envió a su siervo a cumplir su voluntad. El servidor lo hizo rápidamente, por amor; pero cayó en un barranco y se hirió gravemente… En este servidor, Dios me mostró el dolor y la ceguera provocados por la caída de Adán; y en el mismo servidor la sabiduría y la bondad del Hijo de Dios. En el señor, Dios me mostró su compasión y su piedad para la desgracia de Adán, y en el mismo señor la alta nobleza y la gloria infinita a la cual la humanidad es ascendida por la Pasión y la muerte del Hijo de Dios.
Por eso nuestro Señor se regocija mucho en su propia caída [en este mundo y en su Pasión], a causa de la exaltación y a causa de la plenitud de felicidad las cuales alcanzan al género humano, sobrepasando ciertamente la que habríamos tenido si Adán no hubiera caído… Así tenemos una razón para afligirnos, porque nuestro pecado es la causa de los sufrimientos de Cristo, y tenemos constantemente una razón para regocijarnos, porque es su amor infinito lo que le hizo sufrir… Si ocurre que por ceguera y debilidad caímos, entonces levantémonos prontamente, bajo el dulce toque de la gracia. De toda nuestra voluntad corrijámonos siguiendo la enseñanza de la Iglesia santa, según la gravedad del pecado.
Avancemos hacia Dios en el amor; jamás nos abandonemos a la desesperación, no seamos demasiado temerarios, como si esto no tuviera importancia. Francamente reconozcamos nuestra debilidad, sabiendo que, a menos que la gracia no nos guarde, el tiempo es breve… Es legítimo que nuestro Señor desee que nos acusemos y que reconozcamos, con lealtad y verdad, nuestra caída y todo el dolor que le sigue, conscientes de que jamás podremos repararla. Quiere al mismo tiempo que reconozcamos, con lealtad y verdad, el amor eterno que nos tiene y la abundancia de su misericordia. Ver y conocer ambas juntas por su gracia, he aquí la confesión humilde que nuestro Señor espera de nosotros y que es su obra en nuestra alma.
Juliana de Norwich (1342-después de 1416)
reclusa inglesa
Revelaciones del amor divino, cap. 51-52
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