Cuarenta días para crecer en el amor de Dios y del prójimo
Empezamos hoy los santos cuarenta días de la cuaresma, y debemos examinar atentamente por qué esta abstinencia es observada durante cuarenta días. Moisés, para recibir la Ley una segunda vez, ayunó cuarenta días (Ex 34,28). Elías, en el desierto, se abstuvo de comer cuarenta días (1R 19,8). El Creador mismo de los hombres, viniendo entre los hombres, no tomó el menor alimento durante cuarenta días (Mt 4,2). Esforcémonos, nosotros también, en cuanto nos sea posible, de frenar nuestro cuerpo por la abstinencia en este tiempo de la cuaresma, a fin de llegar a ser, según las palabras de Pablo, "una hostia viva" (Rm 12,1). El hombre es una ofrenda a la vez viva e inmolada (cf Ap 5,6) cuando, sin dejar esta vida, hace morir en él los deseos de este mundo.
Es la satisfacción de la carne la que nos provocó al pecado (Gn 3,6); que la carne mortificada nos devuelva el perdón. El autor de nuestra muerte, Adán, transgredió los preceptos de vida, comiendo la fruta prohibida del árbol. Hace falta pues, que nosotros, que perdimos las alegrías del Paraíso por causa de un alimento, nos esforcemos en reconquistarlas por la abstinencia.
Pero quién se imagina que sólo la abstinencia nos baste. El Señor dice por la boca del profeta: "¿El ayuno que prefiero no consiste más bien en esto? Compartir tu pan con hambriento, recibir en tu casa a los pobres y los vagabundos, vestir al que ves sin ropa, y no despreciar a tu semejante" (Is 58,6-7). Este es el ayuno que Dios quiere: un ayuno realizado en el amor al prójimo e impregnado de bondad. Da pues a los otros, aquello de lo que tú te abstienes; así, tu penitencia corporal aliviará el bienestar corporal de tu prójimo, que está necesitado.
San Gregorio Magno (c. 540-604)
papa y doctor de la Iglesia
Homilías sobre los evangelios, n° 16, 5
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