«Los perros comen las migajas que caen de la mesa de los niños»
Acercándose, pues, a Jesús, la mujer cananea se contenta con decirle: Compadécete de mí, y tal eran sus gritos que reúne entorno a sí todo un corro de espectadores. En verdad, tenía que ser en espectáculo lastimoso ver a una mujer gritando con aquella compasión, y una mujer que era madre, que suplicaba en favor de su hija, y de una hija tan gravemente atormentada por el demonio. Señor, sino que, dejándola en casa, ella dirige la súplica, y sólo le expone la enfermedad y nada más añade. No trata la mujer de arrastrar a su propia casa al médico, no, la cananea, después de contar su desgracia y lo grave de la enfermedad, sólo apela a la compasión del Señor y la reclama a grandes gritos. Y notemos que no dice:"Compadécete de mi hija", sino: Compadécete de mí.
Pero Cristo le respondió: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. ¿Qué hace, pues, la mujer? ¿Se calló por ventura al oír esa respuesta? ¿Se retiró? ¿Aflojó en su fervor? ¡De ninguna manera! Lo que hizo fue insistir con más ahínco. Realmente no es eso lo que nosotros hacemos. Apenas vemos que no alcanzamos lo que pedimos, desistimos de nuestras súplicas, cuando, por eso mismo, más debiéramos insistir.
En verdad, ¿a quién no hubiera desanimado la palabra del Señor? El silencio mismo pudiera haberla hecho desesperar de su intento; mucho más aquella respuesta.
Y, sin embargo, la mujer no se desconcertó. Ella que vio que sus intercesores nada podían, se desvergonzó con la más bella desvergüenza. Antes, en efecto, no se había atrevido ni a presentarse a la vista de Jesús.
¿Qué hace entonces la mujer? De las palabras mismas del Señor, sabe ella componer su defensa. Si soy un perrillo —parece decirse— ya no soy extraña a la casa. Que el alimento —prosigue la mujer— es necesario a los hijos, también yo lo sé muy bien; pero, puesto ya que soy un perrillo, tampoco a mí se me debe negar. Porque si no es lícito tomarlo, tampoco lo será tener alguna parte en las migajas. Más si se puede participar siquiera un poco, tampoco a mí, aun cuando sea perrillo, se me debe prohibir esa participación.
No quería el Señor que quedara oculta virtud tan grande de esta mujer. De modo que sus palabras no procedían de ánimo de insultarla, sino de convidarla, de deseo de descubrir aquel tesoro escondido en su alma.
San Juan Crisóstomo (c. 345-407)
presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia
Homilías sobre el evangelio de san Mateo, n° 52, § 2; PG 58, 520
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