«Los que lo tocaban se ponían sanos» (Mc 6, 56)
Incluso para resucitar a los muertos, el Salvador no se contenta con actuar sólo de palabra, portadora en sí de órdenes divinas. Para esta obra tan magnífica, toma como cooperadora, si se puede decir así, su propia carne a fin de que se vea que ella tiene el poder de dar la vida, y para demostrar que es una con él: es, en efecto, su carne, la de él y no un cuerpo extraño.
Es eso lo que ocurrió cuando resucitó a la hija del jefe de la sinagoga, al decirle: «¡Niña, levántate!» (Mc 5,41). La cogió de la mano, según está escrito. Porque era Dios, le devolvió la vida por un mandato todopoderoso, y la vivificó a través del contacto con su santa carne –con lo cual testifica que tanto en su cuerpo como en su palabra, obraba una misma energía. Igualmente, cuando llegó a una ciudad que se llamaba Naím, en la que llevaban a enterrar al hijo único de la viuda, llegó y tocó el féretro diciendo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» (Lc 7,14).
Así que, no sólo confiere a su palabra el poder de resucitar a los muertos, sino que sobre todo, para mostrar que su cuerpo es vivificante, toca a los muertos, y a través de su carne hace pasar la vida a sus cadáveres. Si el sólo contacto con su carne sagrada da la vida a un cuerpo que se descompone ¿qué provecho no vamos a encontrar en su vivificante eucaristía cuando hagamos de ella nuestro alimento? Transformará totalmente en un bien para sí mismos, o sea, la inmortalidad, a los que habrán participado de ella.
San Cirilo de Alejandría
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