El Padre y yo somos uno solo (Juan 10,30).
¡Qué afirmación más audaz! ¿Cómo reaccionaron los oyentes de Jesús? Algunos quisieron apedrearlo por igualarse a Dios (Juan 10, 31), otros quedaron probablemente tan asombrados que, a la luz de esta declaración, comenzaron a meditar en todo lo que le habían escuchado decir y visto hacer.
Ninguno de los oyentes se imaginó jamás que se encontraría cara a cara con Dios mismo. Incluso Moisés, el gran legislador, pudo ver a Dios nada más que “de espaldas” y solo por breves instantes (Éxodo 33, 18-23). Sin embargo, aquí estaba Jesús, en persona, ofreciendo la promesa de una relación que tendría efectos para siempre. Incluso más tarde dijo a sus discípulos que “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14, 9). En todo lo que dijo e hizo, Jesús mostró otra dimensión de Dios: el Padre celestial.
Cada vez que realizaba una curación, Jesús revelaba la compasión del Padre; cuando perdonó a la mujer sorprendida en adulterio y cuando le ofreció agua viva a la samaritana estaba revelando la misericordia infinita del Padre. Cuando calmó la tempestad que aterrorizaba a los discípulos hizo patente el ilimitado poder de Dios. Caminando sobre el mar embravecido y pasando a través de murallas sólidas, Cristo desafió las leyes de la naturaleza; volcando las mesas de los cambistas en el templo demostró la justicia de Dios. Una y otra vez reveló la infinita sabiduría de Dios dando respuestas sabias e irrefutables a todos los intentos de los jefes religiosos por hacerlo tropezar en sus propias palabras.
Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: “Puedo ver, gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía.”
Teniendo verdades tan maravillosas como éstas a nuestro alcance, podemos sentirnos muy reconfortados, porque gracias a Jesús, no solo podemos conocer personalmente al Padre celestial, sino pertenecerle a él, ahora y para siempre. Escuchemos la promesa de Jesús: “Lo que el Padre me ha dado es más grande que todo, y nadie se lo puede quitar” (Juan 10, 29).
“Padre celestial, ayúdame a entender lo que significa ser hijo tuyo, protegido por tu Hijo, el Buen Pastor, y enséñame, Señor, a acudir a Jesús todos los días sabiendo que él es mi Señor y Protector.”
Hechos 11, 19-26
Salmo 87 (86), 1-7
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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