Hoy estoy otra vez bajo el ataque de ese desespero siniestro que se me mete a veces por los pasadizos del alma, en la oscuridad de la noche, hasta el centro mismo de mi ser. El deseo de desentenderme de todo y desaparecer, de renunciar a la vida, de dimitir de mi puesto de hombre en el que he sido tan manifiesto fracaso. Estoy cansado, Señor, cansado hasta los huesos; y mi único deseo es tumbarme y dejarlo todo en paz. Que pase lo que pase. Estoy cansado de luchar, cansado de soñar, cansado de esperar, cansa-do de vivir. Déjame que me siente en un rincón, y que el mundo vaya por sus derroteros, quedando yo libre de toda responsabilidad de impedirlo. Tu mismo Salmo lo dice: «Cuando fallan los cimientos, ¿qué podrá hacer el justo?»
Ni siquiera tengo ganas de rezar, de hablar, y menos de pensar. Tampoco quiero ponerme a discutir contigo, a protestar, a conseguir respuestas a mis preguntas. Déjalo estar. Sencillamente, no tengo ya preguntas, o no tengo ánimo para hacerlas o para acordarme de cuáles son. Sólo sé que mis sueños no se han hecho realidad, que el mundo no ha cambiado, y que ni siquiera yo he cambiado para ser la persona ideal que había decidido ser. Nada ha resultado, ¿y para qué he de seguir preocupándome? Quiero despedirme, quiero marcharme, quiero hacerme a un lado y dejar a las cosas que pasen como quieran pasar, sin que yo diga una palabra. Quiero desaparecer, y se acabó.
Sin embargo, sé muy bien que, al hablarte así, mis palabras quieren decir justamente lo contrario de lo que dicen. Estoy ha-blando de desesperación, precisamente porque quiero esperar; y estoy presentando mi dimisión, porque quiero seguir trabajando.
Tú sabes muy bien que quiero seguir, y yo sé que quiero luchar. Mis palabras de queja han sido sólo el destaparse de mi desilusión, que crecía bajo la presión de una paciencia prolongada y tenía que reventar de una vez para dar paso a la clara realidad de un sentimiento mejor. No, no me escaparé. Mi existencia le servirá de algo al mundo o no, pero mi sitio es éste, y me propongo mantenerlo, defenderlo y honrarlo. No me escaparé. No es ése mi carácter, no es mi manera de reaccionar y de hacer las cosas; y si por un momento he permitido venir a esos negros pensamientos y me he permitido expresarlos, es precisamente porque quería librarme de ellos, y sabía que la mejor manera de derrotarlos era exhibirlos. Hace falta valor para vivir, pero el valor es fácil cuando pienso en ti y te veo a mi lado.
El Salmo comenzaba con el consejo cobarde: «¡Escapa como un pájaro al monte!» Y acaba con la palabra de fe: «El Señor es justo y ama la justicia, y los buenos verán su rostro». Ya nunca huiré.
CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 27
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