El alma del hombre es inmortal, esto es una verdad incontestable. También lo es que nosotros, los hombres, no nos extinguimos al partir de esta vida. Sólo queda que el alma esté lo suficientemente preparada para ello. Entonces, ordenemos todo en nuestra alma y mantengámosla lo más pura posible.
Cada individuo, en mayor o menor medida, se siente descontento. Dios es Quien nos alimenta, nos viste, nos cuida, nos envía un ángel custodio, nos nutre con los Santos Misterios, Su Cuerpo y Sangre, nos prepara Su Reino eterno, es paciente con nosotros, protegiéndonos, perdonándonos cuando nos arrepentimos... Pero nosotros lo insultamos, lo maldecimos, le faltamos al respeto, lo despreciamos, aunque Él sea paciente y siga esperándonos. Nos comportamos como si Dios nos debiera algo. Hemos perdido el temor de Dios, el respeto, la devoción debida al pensar en Él y sentir Su presencia. No nos golpeamos el pecho, inclinándonos ante nuestro Omnipotente Dios, inefable e infinito, nuestro Dulcísimo Soberano. Aunque cada uno de nosotros tuviera miles de bocas, no conseguiríamos alabarlo dignamente y como es debido, por Sus infinitos dones para con nosotros.
Por eso, el Santo Apóstol Pablo, lleno de gozo espiritual, exclamó: “¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11, 33). ¿Quién podría conocer la forma en que obra la infinita Sabiduría, tanto en el mundo celestial, como en este otro mundo y en el que está más abajo?
(Traducido de: Avva Efrem Filotheitul, Sfaturi duhovniceşti, traducere Părintele Victor Manolache, Editura Egumeniţa, Alexandria, 2012, pp. 121-122)
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