En cada rincón del evangelio resuena ininterrumpidamente el deseo de Dios; ¡Alégrense! Basta con prestar atención a cada palabra y cada gesto de Jesús, para descubrir que el deseo de que seamos felices subyace en todo lo que hace y dice al hombre.
El hombre es liberado, es salvado, es rescatado, es amado por Otro. No se da el ser a sí mismo, sino que lo recibe de Otro. No se basta a sí mismo necesita de Alguien. No se reconoce como tal si no en relación a Otro. No pronuncia palabra si no escucha hablar a Otro. Tal es nuestra referencia a Otro, que en nuestro interior se libra una de las batallas más larga y constante: la de vivir encerrados en nosotros mismos o de abrirnos a los demás.
Y precisamente esto es lo que ocurre en todo el evangelio: un Dios que enseña al hombre a salir de sí mismo para ir al encuentro del otro. La herida del pecado hace que tengamos arraigados la tendencia de centrar toda nuestra existencia en torno a nuestro ombligo como si buscáramos seguir alimentándonos por medio de él. Precisamente en referencia a ello es que se ha acuñado la frase “deja de mirarte el ombligo” cuando queremos decir a alguien que se encuentra encorvado sobre sí mismo sin capacidad de mirar hacia adelante.
Las curaciones, los milagros, las enseñanzas, los gestos de Jesús en el evangelio no son otra cosa que mostrar al hombre dónde se encuentra la alegría y dónde su perdición.
En la parábola que acabamos de escuchar Jesús dice que « El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas para su hijo ».En ello podemos entrever la íntima relación que existe entre la alegría y el Reino de los Cielos. Y quien haya participado alguna vez en unas bodas sabe que no sólo se percibe la felicidad de los novios, sino también la alegría de los padres. ¿Por qué se alegran los padres al unísono con la felicidad de los novios?
No se debe necesariamente a que en todos los casos los padres estén conformes con la persona que los hijos hayan elegido para contraer matrimonio, o al menos no inmediatamente. Porque casi siempre en el corazón de un padre o madre queda la duda de si esa persona hará feliz a su hijo o hija. La alegría de los padres está en la felicidad del hijo. La felicidad del Padre de la parábola está en la felicidad del Hijo…
Ésta es una nota del Reino de los Cielo; la capacidad de alegrarse con la felicidad del otro, aun cuando la alegría del otro no esté en consonancia con la situación que estoy viviendo o con los sentimientos que estoy experimentando.
Porque la alegría del otro, y en el caso de esta parábola, en las bodas del hijo hay una invitación a que todos entren al banquete y se dejen contagiar por la alegría…
¿Y qué respuesta encontramos en los invitados a las bodas? «Pero ellos no le hicieron caso y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio»… Aún no dejo de sorprenderme de la gente que ha hecho alianza con la tristeza y se empecina caprichosamente por encorvarse sobre sus propios problemas.
Es admirable la capacidad que podemos desarrollar en pasar largas horas cavilando en los pensamientos que destilan amargura y resentimiento. Todos sabemos que la alegría en este mundo no será completa, pero no podemos olvidar y dejar de lado, esas pequeñas y preciosas manifestaciones de alegría de la que podemos nutrirnos o de las que podemos contagiarnos.
Aprender a alegrarse con la felicidad del otro, es una cualidad del Reino de los Cielos. Quien aprenda y desarrolle esa capacidad de salir de los propios pozos de amargura, al que solemos tirarnos muchas veces cuando la realidad no se adecúa a nuestros proyectos y fantasías estará cada vez más cerca de ser ciudadano del Reino de los cielos.
He escuchado decir muchas veces que a los amigos los encontramos en los momentos difíciles, pero yo creo que este pensamiento es incompleto. Los verdaderos amigos se alegran con tu alegría, estallan de gozo con tu felicidad y se emocionan con tus logros. Mostrar pena y compasión por otro, cuando uno de ellos se encuentra en situación desfavorable es fácil. Pero alegrarse al mismo nivel, por la felicidad del otro eso requiere de un corazón grande y humilde.
Por ello el Reino de los Cielos es semejante a las bodas que aquel Rey preparó en honor de su hijo porque para entrar hay que ser capaz de salir de sí mismo para entrar en el gozo de otro.
Antes de terminar quisiera compartir con ustedes este pensamiento de José Luis Martín Descalzo «Una buena sonrisa es más un arte que una herencia. Algo que hay que construir pacientemente, laboriosamente, con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente, porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad a sí mismo. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos, un orgulloso»
Pidamos a Dios la gracia de cultivar la alegría como la “vestimenta” adecuada para participar del banquete de la Eucaristía.
P. Javier Rojas sj
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