Lc. 4, 38-44.
También nosotros debemos encontrarnos con Cristo, para que remedie nuestros males no sólo físicos sino también interiores. Pero no sólo hemos de buscar al Señor para recibir de Él sus dones, sino especialmente para ponernos al servicio de los demás, libres de todo aquello que pudiera torcer nuestras intenciones de servicio, que ha de nacer del amor fraterno y gratuito que hemos de tener a todos; libres de todo aquello que pudiera generar divisiones entre nosotros. No perdamos la conciencia de que la Iglesia ha sido instituida para evangelizar a todas las naciones. No hagamos de la Iglesia una iglesia de grupos o de élites. Trabajemos para que el Evangelio se encarne en el corazón de todas las personas, de tal forma que, libres de todo aquello que les oprime, puedan convertirse en un signo claro y creíble del Evangelio mediante sus palabras, sus obras y su vida misma.
El Señor nos ha reunido en esta Celebración Litúrgica para que seamos testigos cualificados del amor que el Padre Dios nos tiene. Él quiere que la Vida que ha sembrado en nosotros no se quede como una semilla estéril al borde del camino. Él espera de nosotros los frutos abundantes del amor, de la paz y de la justicia, que nos hagan convertirnos en continuadores de la Obra de Salvación de Dios en el mundo. En la Eucaristía el Señor nos libra de nuestras diversas esclavitudes; de aquellas cadenas que nos atan al pecado o al egoísmo, y nos pone en camino, camino de servicio en el amor fraterno, buscando hacer el bien a todos a imagen de como Cristo lo ha hecho a favor de nosotros.
La Iglesia, todos los bautizados, no debemos perder la conciencia de que hemos sido enviados a trabajar por el Reino de Dios. Esta Misión la hemos recibido desde el día en que fuimos incorporados a Cristo mediante el Bautismo. Por eso hemos de ser testigos de Cristo y anunciar su Evangelio en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida, contribuyendo a ello tanto con nuestras palabras, como con nuestra oración, nuestro sacrificio, nuestras buenas obras, nuestro ejemplo y nuestra vida misma. En el anuncio del Evangelio no podemos despreciar lo que, antes de nosotros, otros hicieron, pues no somos lo que inventan la obra evangelizadora, sino los que continúan la obra de Dios en el mundo. Así, conforme a la medida de la gracia recibida, cada uno debe esforzarse, fortalecido con el Espíritu Santo, en hacer que día a día nos vayamos viendo cada vez más libres de todo aquello que nos impida vernos como hermanos, y trabajar para que el Reino de Dios se inicie ya desde ahora entre nosotros.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber poner nuestra vida al servicio del Evangelio, tratando, especialmente, de pasar haciendo el bien a todos, conforme al ejemplo que de Cristo hemos recibido. Amén.
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