miércoles, 11 de enero de 2017

No toquen a mis ungidos - Salmo 104

Pocas palabras de tus labios me han hecho impresión tan profunda, Señor, como esa declaración de tu salmo:

“No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas.”

Señor, yo no soy digno, pero soy tu siervo, te represento a ti y hablo en tu nombre. Soy tu ungido, aunque indigno, ungido por el bautismo y por el sacerdocio. Y te oigo ahora amonestar a los reyes de la tierra por cuyos reinos va a pasar mi camino, para que no me toquen, porque tu mano me protege. Gracias, Señor. Gracias por tu cariño, por tu cuidado, por tu protección. Gracias por comprometer tu palabra y tu poder en mi humilde causa, por ponerte de mi parte, por luchar a mi lado. Gracias por estar dispuesto a castigar a los que quieren hacerme daño. Has declarado públicamente que estás a mi favor, y yo aprecio con toda mi alma esas palabras y ese gesto, Señor.

Me había puesto a cantar una vez más, como me gusta hacerlo, la historia de la salvación de tu pueblo (que es la mía) a través del desierto y de las aguas, de la cautividad a la promesa... y ahora la veo resumida en esa amonestación categórica: “¡No toquéis a mis siervos!” Las palabras resuenan desde el palacio del Faraón hasta las orillas del Jordán, abren caminos y ganan batallas, contienen a enemigos y derrotan a ejércitos. Esas palabras definen y consagran la peregrinación del pueblo de Dios, día a día, con el poder de la fe y la certeza de la victoria. Son el resumen mismo de toda la historia de Israel: “¡No toquéis a mi pueblo!”. Y el Pueblo llega a la Tierra Prometida.

Esas palabras explican también mi propia historia, Señor, y ahora lo veo bien claro. ¿Cómo es así que estoy donde estoy, cómo he llegado hasta aquí, cómo me encuentro hoy en la seguridad de tu Iglesia y en el reino de tu gracia? ¿Cómo no me ha vencido el mundo ni me ha derrocado la tentación? Porque un día temprano en mi vida tú pronunciaste la amenaza real: “¡No le toquéis! Es mi siervo.” Tu palabra me protegió. Tu advertencia me defendió. Tu promesa me guió. Yo soy hoy lo que soy, porque tu palabra ha ido delante de mí despejando el camino y quitando peligros. Tu palabra es mi biografía.

Palabras consoladoras que engendran un pueblo y forman mi vida. Palabras que asientan el corazón y calman la mente, porque vienen de ti y proclaman la seriedad de tu intención con la repetición de los términos. Me encanta oír y repetir esos términos: alianza, promesa, juramento, ley... Me regocijo al verlos apilarse en los versos de tu salmo:

“Se acuerda de su alianza eternamente,
de la palabra dada, por mil generaciones;
de la alianza sellada con Abrahán,
del juramento hecho a Isaac,
confirmando como ley para Jacob,
como alianza eterna para Israel.”

Todas esas bellas palabras se resumen en la orden concreta que sale de tus labios: “¡No toquéis a mi pueblo!” Ésa es tu promesa y tu juramento, la manera práctica de llevar a cabo tu alianza y tu ley. Tu pueblo será protegido, y tu palabra quedará cumplida. Esas breves pero definitivas palabras escribirán toda la gloriosa historia de tu pueblo peregrino.

“Cuando eran unos pocos mortales,
contados, y forasteros en el país,
cuando erraban de pueblo en pueblo,
de un reino a otra nación,
a nadie permitió que los molestase,
y por ellos castigó a reyes:
¡No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas!”

Comprendo el pleno sentido de tus palabras: “No le toquéis a él, porque quienquiera que le toca a él, me toca a mí.” ¿No es eso lo que quieres decir, Señor? ¿Y no es eso suficiente para sacudirme al alma y ensancharme el pecho en gratitud y amor? Tomas como hecho a ti lo que me hagan a mí. Te identificas conmigo. Me haces ser uno contigo. No merezco la gracia, pero aprecio el privilegio. Te agradezco la seguridad que me da tu palabra, y mucho más el amor y la providencia que te han llevado a pronunciar esa palabra.

“¡No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas.”

Gracias, Señor, en nombre de tus ungidos y de tus profetas.

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