Podemos aprender a reconocer a Jesús en la fracción del pan
Cómo habrá sido para los discípulos aquel primer Domingo de Pascua! Jesús, que había sido crucificado apenas tres días antes, comenzó a aparecerse varias veces. Primero a María Magdalena; luego a Pedro y después a todos los apóstoles, excepto a Tomás. También se les apareció a los dos discípulos de Emaús. ¡Al parecer, el Señor estaba en todas partes!
Pero ¿qué sucedió con aquellas otras personas que no eran seguidores de Jesús? Sin duda María Magdalena no fue la única que fue al cementerio aquella mañana. ¿Ninguna de esas otras personas logró reconocerlo? ¿Y la demás gente que iba de camino a Emaús o que estuvieron en la posada cuando Jesús partió el pan? Pareciera que no vieron nada extraordinario. No cabe más que deducir que el Señor quiso revelarse solamente a quienes lo buscaban, e incluso algunos de ellos demoraron un tiempo en reconocerlo cuando lo vieron.
En el primer artículo reflexionamos en la realidad de que Dios anhela alimentarnos con su pan de vida. En este artículo, veremos cómo se nos abren los ojos para ver a Jesús más claramente en la celebración de la santa Misa.
Atraeré a todos. Hagamos un breve estudio de la Biblia por un momento. Recuerda cuando San Pablo escribió que nada nos puede separar del amor de Dios (Romanos 8, 37-39), y la promesa de que, al orar, el Espíritu Santo ora contigo y te convence de que tú también eres hijo de Dios (8, 16). Piensa que el Espíritu Santo está siempre trabajando, enseñándote cómo puedes amar más a Jesús y agradarle (Juan 16, 13). Piensa también que Cristo está en ti, ayudándote a pensar, decidir y actuar de la manera correcta (Filipenses 2, 13).
Si pones todos estos pasajes juntos, lograrás percibir algo de lo mucho que Dios te ama. También verás que su Espíritu está constantemente actuando, enviándote cientos y miles de pensamientos alentadores, estimulantes e inspiradores cada día. ¡No pasa un solo día en que Dios no procure hablar con nosotros de una manera u otra!
Aquí hay otro pasaje que dice algo parecido, pero de una manera diferente. Hacia el final de su ministerio, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Juan 12, 32). Es interesante que la palabra griega usada para decir “atraer” en este versículo también significa “arrastrar” o “llevar.” Esto es prueba de lo mucho que Dios está dispuesto a hacer para llevarnos a su lado. Nos ama tanto que incluso nos carga en brazos cuando nos sentimos demasiado débiles o dolidos para acudir a él. Y ¿cómo nos atrae el Señor? No lo hace de mala gana ni a regañadientes. ¡No! Nos levanta y nos lleva con amor incondicional y con misericordia infinita.
Consideremos dos narraciones de la Escritura en las que vemos que el Señor se revela a las personas cuando las socorre y las atrae a sí mismo.
Con los ojos bien abiertos. El primero es el caso de los discípulos que conocieron a Jesús en el camino de Emaús (Lucas 24, 13-35). Según el relato, Jesús se unió por el camino, pero en forma encubierta, a dos discípulos que iban lamentando su muerte, y no fue sino hasta que partieron el pan juntos esa misma tarde que finalmente lo reconocieron.
Esto también nos sucede a menudo a nosotros mismos. Miramos a Jesús, pero no podemos verlo. Nos gustaría que estuviera cerca de nosotros, pero no podemos encontrarlo. Escuchamos sus palabras, pero no oímos nada. Pero eso no le impide a él llegar a nosotros.
Los discípulos se habían llenado de dudas acerca de la promesa de que Jesús resucitaría de entre los muertos, por lo que el Señor empieza por disipar esas dudas. Comenzando por Moisés, utiliza las Escrituras para explicarles que todo lo que se había escrito sobre él se fue cumpliendo. Lentamente, los va atrayendo a sí mismo, hasta el momento de partir el pan, cuando ya están finalmente listos para recibirlo.
Estos dos discípulos vieron a Jesús, lo tocaron y escucharon lo que él decía. El corazón les ardía de esperanza y entusiasmo, pero por asombroso que parezca, no pudieron reconocerlo. Primero tenían que recibir el pan y entonces se les abrieron los ojos.
La Eucaristía lleva al servicio. El Señor nos quiere enseñar a todos; quiere atraernos a su lado. Por medio del Espíritu Santo, quiere darnos un entendimiento de la sabiduría y el amor de Dios y de su gracia para que podamos adquirir la “mente de Cristo” (1 Corintios 2, 16), es decir, el modo de pensar de Dios. Esto sucede de una manera poderosa y especial en la Misa, porque cuando el pan se transforma en el Cuerpo de Cristo, se abren nuestros ojos para ver a Jesús. Conforme el celebrante parte la hostia consagrada y la comparte con nosotros, el corazón se nos llena de su amor y su misericordia y eso infunde en nosotros el deseo de servir.
Esto es exactamente lo que les sucedió a los discípulos en el camino de Emaús. La noche ya había caído cuando partieron el pan juntos. No solamente había sido un viaje largo, sino que habían pasado la mayor parte del tiempo en una conversación muy animada y reconfortante. ¡Sin duda estaban cansados! Sin embargo, una vez que se les abrieron los ojos, no se fueron a casa a descansar y dormir. No; dieron media vuelta y regresaron de inmediato a Jerusalén. Allí encontraron a Pedro y a los demás y les contaron todo lo que les había sucedido.
Este viaje nocturno pone de relieve una de las grandes obras de la Sagrada Eucaristía: nos lleva a salir de nosotros mismos y nos impulsa a servir a Jesús. Los discípulos estaban tan llenos de júbilo que no podían esperar a compartir las buenas noticias. ¡Qué hermoso modelo de la maravillosa labor que Jesús quiere obrar en nosotros! El Señor quiere convencernos de que él es el Cristo resucitado cuando compartimos el pan con él. Jesús quiere abrir nuestros ojos para que lo veamos, de modo que también nosotros queramos compartir esta buena noticia con los demás.
Apacienta mis ovejas. El segundo relato es similar al de Emaús, aunque se trata de una pesca milagrosa (Juan 21, 1-19). Unos días después de la Pascua, Pedro y otros apóstoles iban en la barca de regreso a la orilla del lago al rayar el alba tras la desilusión de haber bregado infructuosamente toda la noche tratando de pescar. Allí, junto al lago, vieron a un hombre. Era Jesús, pero al igual que sucedió con los discípulos de Emaús, ellos no lo reconocieron. Para sorpresa suya, el hombre les dijo que echaran de nuevo las redes y encontrarían peces. Tras la duda inicial, cuando en realidad lo hicieron, sacaron tantos pescados que casi se rompían las redes. Fue en ese momento que uno de los discípulos reconoció que el hombre era Jesús.
Con un renovado entusiasmo, cuando llegaron a la orilla, vieron que el Señor les tenía preparado el desayuno. Al sentarse a comer, Jesús partió el pan y se lo ofreció, tal como lo había hecho en Emaús y tal como lo había hecho en la Última Cena. Luego, Jesús llevó aparte a Pedro y le dijo tres veces: “Apacienta mis ovejas.” Muchos comentaristas ven en esta triple misión una señal de que Jesús perdona a Pedro por haberlo él negado tres veces. Pero hay también algo que no queremos dejar pasar.
Siguiendo esta secuencia de primero darse a conocer a los discípulos, luego alimentarlos y luego encomendarles que alimentaran a sus ovejas, Jesús les estaba diciendo: “Yo estoy siempre con ustedes, y siempre estoy dispuesto a alimentarlos y nutrirlos. Ahora, vayan ustedes y hagan lo mismo. Vayan y apacienten mis ovejas. Vaya a todos —los pobres y los ricos, los educados y los no educados, los jóvenes y los viejos— y tráiganlos a mí.”
Escuchen y sacien el hambre. Ahora, supongamos que los dos discípulos de Emaús hubieran perdido el interés cuando Jesús comenzó a explicarles las Escrituras. ¿Qué habría ocurrido? Probablemente nada especial. Y también, ¿qué habría pasado si los discípulos pescadores no hubieran acatado la sugerencia de Jesús de echar las redes nuevamente? Porque bien pudieron ellos haber dicho: “No sabemos quién es este hombre, y no tenemos por qué hacerle caso”. Si esto hubiera pasado, probablemente se habrían perdido la oportunidad sumamente importante de estar con el Señor y recibir la misión que él quería encomendarles.
Sin una escucha atenta, corremos el riesgo de no reconocer a Jesús en la santa Comunión; corremos el riesgo de no escuchar su voz en las lecturas bíblicas; corremos el riesgo de no verlo en los hermanos y hermanas que han venido a celebrar con nosotros. Y si no reconocemos al Señor ni escuchamos su voz, ¿cómo vamos a saber dónde echar nuestras redes? Cuando nos dejamos distraer o dominar por las preocupaciones y las tentaciones de la vida, nos arriesgamos a limitar aquello que el Señor puede y quiere hacer en nosotros.
Afortunadamente, no fue esto lo que sucedió con los dos discípulos de Emaús ni con los apóstoles en la barca. Ellos escucharon con mucha atención y acataron las palabras de Jesús. El Señor quiere hacer lo mismo por nosotros: quiere revelarse cuando lo recibimos en su Cuerpo y su Sangre, y quiere que demos a los demás todo lo que él nos ha dado a nosotros.
¡Abre nuestros ojos, Señor! Queridos hermanos, no tenemos que ser como aquellas personas que no reconocieron al Señor resucitado. Nosotros tenemos el Espíritu Santo, tenemos la Iglesia, tenemos la Sagrada Escritura, y lo más importante de todo es que tenemos al propio Jesucristo, nuestro Señor y Pan de vida. Pidámosle que abra nuestros ojos y nos envíe en misión cada día de este glorioso tiempo pascual.
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