Dios nos invita a cada uno de nosotros a Su banquete, pero cada uno decide si acepta o no esa invitación. “Muchos son los llamados, pocos los escogidos” (Mateo 22, 14).
De entre todos los esfuerzos ascéticos, el de (alcanzar) la oración es el más duro. Nuestra mente se halla en un fluir constante. Algunas veces, la oración brota como una corriente poderosa; otras veces, nuestro corazón se siente como seco y vacío. Y los momentos en los que perdemos la vehemencia se vuelven cada vez más breves.
Al orar, somos sensibles a la presencia de Dios, misma que —aunque no alcancemos la plenitud de la experiencia que esperamos— fortalece nuestra fe. Nos acercamos al final de nuestra larga búsqueda tras la revelación de lo profundo del Ser, una búsqueda que en el pasado nos llevó de una aventura espiritual a otra. Ahora nos acercamos al objetivo trazado por Cristo; por eso, no desesperemos, sino que sintámonos inspirados por la grandeza del cometido que afrontamos. Nuestro Creador conoce —más que nosotros— las capacidades de la naturaleza humana. Y la Revelación declara que fuimos elegidos en Cristo, “antes de la creación del mundo” (Efesios 1, 4) —hecho que conocieron bien Juan, Pedro, Pablo y los demás Apóstoles y Padres—- ¿cómo podríamos asustarnos ante el único llamado digno de ser atendido, fuera del cual nuestros demás objetivos y propósitos palidecen y caen sin valor?
Dios nos invita a cada uno de nosotros a Su banquete, pero cada uno decide si acepta o no esa invitación. “Muchos son los llamados, pocos los escogidos” (Mateo 22, 14). Desde luego, nosotros no somos más valientes que los discípulos, quienes temían cuando caminaban con Cristo hacia Jerusalén, en donde Él habría de ser “entregado a los sumos sacerdotes y escribas” (Mateo 20, 18-19) y condenado a una muerte ignominiosa.
fuente: Doxologia
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