domingo, 17 de junio de 2018

Destinados a dar frutos

Tres parábolas dominan la Liturgia de la Palabra de este domingo. Una se encuentra en la primera Lectura; las otras dos, en el texto del Evangelio. Tienen mensajes en común, que nos ayudan a reflexionar sobre la realidad del Reino de Dios y sobre el modo de actuar de Dios. 

De las tres parábolas sobresale la lógica de la antítesis entre el «antes» y el «después». 

En la parábola del cedro encontramos el brote que es tomado y trasplantado y llega a ser un árbol exuberante; en la de la semilla, la atención se centra en ella, echada en la tierra, y en la planta que germina de manera casi misteriosa; en la parábola del grano de mostaza, en cambio, se encuentra el paso de la pequeñísima semilla a la planta exuberante, subrayando la desproporción entre el «antes» y el «después». 

El Reino de Dios, en primer lugar, es una realidad que comienza de manera casi imperceptible, silenciosa y aparentemente frágil; crece de modo progresivo y, no obstante, no depende de la voluntad del hombre. 

En segundo lugar, el Reino, aunque comience de ese modo, está destinado a producir un resultado final lleno de frutos. 

En todo caso, aparece también una lógica del crecimiento: el Reino de Dios no se impone mediante la fuerza o de repente: entra en la historia, se mezcla con la historia del hombre y crece en medio de ella. Todo esto nos recuerda que, ante todo, el Reino es un don de Dios y obra suya. El Reino es, sobre todo, una persona, la Persona de Jesucristo, y el misterio de la Encarnación del Verbo obedece exactamente a las citadas características del Reino. 

El Reino comienza por la acción del Padre, de un modo aparentemente oscuro y escondido, como la vida del Señor en la casa de Nazaret, pero está destinado a tener un formidable florecimiento: la promesa, mantenida, es que desde un comienzo en la pequeñez, llegue a un término glorioso. 

Incluso hoy, en el tiempo de la segunda misión trinitaria del Espíritu Santo, en el tiempo de la Iglesia, la lógica permanece incambiada: el Reino vive y crece de manera humanamente imperceptible, casi insensiblemente. Se le descuida y a menudo es obstaculizado por las fuerzas del mundo, pero de manera inexorable es esperado en los corazones y en las mentes de aquellos que son de Cristo, y en ellos triunfa. 

A través del triunfo del Reino en los corazones, llega también el triunfo del Reino en la historia, cuya evidencia y fuerza no se manifestará plenamente hasta el último día. 

Esta profunda conciencia del obrar de Dios en los corazones y en la historia, despierta en cada uno el consuelo de que la propia pequeñez, la insuficiencia de las propias fuerzas, puesta en la «pequeñez» de Dios, puede producir frutos inimaginables. 
El Reino es ante todo obra del Padre, pero para realizarse pide la contribución de cada uno. Somos llamados a ser humildes obreros en la viña del Señor, obreros del Reino, con la conciencia de que, a partir de nuestras pequeñas pero indispensables semillas, Dios puede generar frutos sobre abundantes, prueba tangible de la belleza y de la potencia de su Reino. 

Dios puede hacer maravillas con un solo, auténtico, real, pequeño acto de fe humano. «Como un grano de mostaza»: ¡no se nos pide más! Poner el propio corazón y la propia mente al servicio del Reino, al servicio de Cristo, significa pronunciar el sí de la fe. No en la soledad de la semilla, que no lleva fruto, sino en la comunión de la Iglesia. La fe eclesial, el creer con la Iglesia, es condición imprescindible para dar fruto y para que el Reino realmente crezca según el proyecto del Padre, no esté ahogado por proyectos solo y demasiado humanos. 

Que la Santísima Virgen María, que es la semilla más fecunda y exuberante del Reino de Dios, nos sostenga para acoger la acción de Dios en nuestra historia y nos haga partícipes de su fe plena y total, «gloriosa et benedicta».

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