domingo, 1 de julio de 2018

«Haz que permanezcamos siempre luminosos en el esplendor de la verdad».

HOMILÍA
«Haz que permanezcamos siempre luminosos en el esplendor de la verdad». 

El ruego de la Oración Colecta encuentra toda la profundidad de su significado, en la Liturgia de la palabra, enteramente atravesada por el relato de la obra de Dios. 

Es un relato que culmina en la narración del doble milagro que nos presenta el Evangelio: el esplendor de la verdad refulge en la obra no de una simple curación, sino de una curación que sucede porque ha sido solicitada con fe. 

El esplendor de la verdad que refulge en la vida humana es Dios, Él es la Verdad: «las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador» (Juan Pablo II, Carta enc. «Veritatis Splendor», 1). 

¿Qué es lo que ofusca el esplendor de la Verdad en la existencia del hombre? La experiencia de la muerte que, sembrada en el mundo por envidia del diablo, parece ser la palabra definitiva para aquellos que le pertenecen (Primera Lectura). 

La posibilidad de la muerte, como última palabra en la vida de los protagonistas del Evangelio, es rescatada y vencida por la presencia y por la potencia de Jesús. 

El relato evangélico es el entrelazamiento de dos milagros, en los cuales se respira el sobrevenir de la muerte: la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, que suplica a Jesús: «Mi hijita está muriéndose» y la mujer enferma que había gastado todo para tratar de curarse, sin mejoría alguna, más aún, «iba de mal en peor». 

En ambas escenas, la verdad del destino humano parece ofuscado por la sombra de la muerte. Pero justamente cuando parece prevalecer la oscuridad, la aparente derrota de la vida, se hace presente para los dos protagonistas la posibilidad de encontrar a Jesús, Verdad del propio ser. 

La intención del evangelista Marcos, que entrelaza los dos relatos, es la de presentar a Jesús con las características propias de Dios: el Hijo del hombre tiene el poder de hacer milagros, de curar y de cortarle la vida a la muerte. Pero para llegar a esto es necesaria la fe, que interpela y mueve de raíz la libertad del hombre. 

Las dos peticiones, la de Jairo y la de la mujer enferma, prestan su voz a una certeza única que se alberga en el corazón probado y miedoso: «Ven a imponerle las manos para que se salve y viva» y «si llego a tocar solamente su vestido, estaré salvada». 

La certeza, presente en los dos protagonistas, es la salvación como el don que deriva de la presencia de Cristo. En todo esto hay una razón de fondo: creer, no obstante las sombras aparentes en el horizonte, adhiriéndose libremente y humildemente a la obra de la Gracia. 

El «talità kum», pronunciado por Jesús en la cabecera de la hija de Jairo, ya muerta, es palabra de vida que irrumpe en el griterío y el llanto pero que, sobre todo, «vence» en el corazón del hombre, despertando el deseo imborrable de la vida y, con Él, de la Verdad. 

Reconocer esta posibilidad, derivada del encuentro con el Señor, abre el corazón, en toda circunstancia, al asombro, a una mirada y a una vida nuevas. 

La Santísima Virgen María, que escuchó la voz del Señor, nos ayude a decir siempre nuestro «¡Aquí estoy!», para que en nuestra vida resplandezca la Verdad que es Cristo.

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