El evangelio no nos comunica, en primer lugar, las enseñanzas de Jesús, sino a él mismo, a su persona: al escuchar la Palabra, escuchamos su corazón. En este fragmento le hemos seguido en su camino a lo largo de las calzadas de los hombres y hemos captado su mirada posándose ampliamente sobre las multitudes, con una compasión infinita. En efecto, conoce las penas, las fatigas, las esperanzas de cada uno de ellos… Su mirada se vuelve después hacia sus discípulos, a nosotros, para invitarnos a compartir su mismo amor por el hombre. Jesús nos confía el anhelo de su corazón y nos confía el doble mandato de la oración y de la misión; condición necesaria para ambas es la pobreza del corazón, compuesta de gratitud y de gratuidad. También nosotros hemos sido «ovejas sin pastor»: el Señor ha podido alcanzarnos, cuidarnos, señalarnos el camino de la vida que desemboca en la alegría eterna. Pero quedan muchos hermanos nuestros que vagan todavía sin meta, buscando en vano el consuelo y la felicidad…, y a ellos quiere llegar Jesús a través de los «suyos», es decir, a través de nosotros.
Cada uno de nosotros puede convertirse, con la gracia de Dios, en obrero de su mies; Jesús nos llama junto a sí a cada uno de nosotros, como a los apóstoles, para enviarnos lejos, a distancias que no se miden en kilómetros. ¡Que lejos puede estar nuestro ambiente de trabajo del Señor! Sin embargo, el quiere hacernos conscientes de que hemos sido enviados a proponer, no a conquistar. Puede suceder que lo demos todo -por lo demás, todo nos había venido de él- y que veamos frustrada nuestra obra. El fracaso no debe detener al discípulo, sino volver a ponerle en camino: la paz de Cristo que lleva a los hermanos le acompañará enseñándole en su intimidad la sabiduría (cf. 50,8) para hacerle cada vez mas sagaz y, al mismo tiempo, sencillo.
Giorgio Zevini, Lectio Divina (Mateo): Normas para la misión
Verbo Divino (2008), pp. 153-157.
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