Sabemos cuál fue la reacción de los discípulos ante la desconcertante noticia que cambió la faz del mundo: lo dejaron todo al instante. Y Jesús dice enseguida que esta bella noticia es preciso proclamarla a todas las gentes, por doquier, por todo el mundo. Querríamos que este anuncio sacudiera también nuestra conciencia. Es una bella noticia para mí, y puede ser nueva. Es nueva cada vez que la escucho.
«¡Creed en el Evangelio!». También aquí se cuela la palabra creer. No se trata de la aceptación de una verdad abstracta, sino de abandonarse a Jesús, que se revela como la única salvación, como el Reino que está aquí. Es darle crédito, darle carta blanca: es un abandonarse del todo en el Señor con todo nuestro ser. De ahí la importancia del acto de predicar: «predicada todo el mundo» (cf. Mc 16,15). Tal vez hemos olvidado el carácter casi sacramental de esta predicación. Cuando se dice «Evangelio de Cristo», tenemos un genitivo, se trata de un genitivo objetivo y subjetivo al mismo tiempo: objetivo, porque Cristo es el objeto del anuncio, pues le anunciamos a él, pero también es subjetivo, porque es él quien anuncia a través de nosotros. Muchas veces nos desanimamos en nuestro ministerio y decimos: «¿De qué sirve mi predicación?». ¿Creo que el Evangelio es en mi boca el Evangelio de Cristo en sentido subjetivo, fuerza de salvación, por tanto, para todo el que se abre a la Palabra, que tiene una fuerza maravillosa en sí misma?
A buen seguro, no es preciso tomar esto en un sentido mágico. La Palabra es tal, si es acogida, si es escuchada: habla al corazón, quiere «un corazón a la escucha». Pero es poderosa, es eficaz, lleva a cabo la salvación. Y para nosotros es siempre un comienzo: hoy debo acoger la Palabra que me salva: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón…» (Sal 94,8).
Es posible que muchas veces la gente, al vernos trabajar generosamente (el Señor lo quiera), dé la impresión de decirnos: ¿Qué te hace hacerlo? Deberíamos tener una respuesta única: ¡Sólo él! ¡Sólo él me lleva a hacerlo! Aquí reside todo el cristianismo, si queremos reducirlo a lo esencial. Esta adhesión total a la persona de Cristo se convierte en el sentido único de la vida: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21).
Nuestra pastoral es toda una pedagogía del encuentro con Cristo; coger a los hermanos de la mano, llevarlos al encuentro de Jesús, el único Salvador, y retirarnos después en silencio.
M. Magrassi, Per me vivere é Cristo, La Scala, Noci 1991, 28-36, passim
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